Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

En el Evangelio de Lucas la presencia de Jesús es real, directa, viva. En persona, sin signos intermediarios. Alguien de carne y huesos a quien se puede tocar, que come el pez asado que le acaban de ofrecer. Sólo el miedo les hace pensar en un fantasma. Ven con sorpresa que es el mismo Jesús que murió en la cruz. Sigue vivo y presente entre ellos. De este hecho ellos serán testigos, como hemos de serlo nosotros hoy; de ahí la importancia de saber encontrarlo. En primer lugar, a Jesús se le reconoce al partir el pan. Aquí tenemos el sentido de su vida: se parte y entrega a los demás como el pan. Allí donde se parte y comparte el pan, donde un hombre se parte por los hermanos, donde se hace justicia y nadie pasa hambre, está Jesús. Allí donde hay amor y alegría como en toda comida amical y fraterna, Jesús sigue estando presente. Jesús se hace presente en medio de sus discípulos. Nadie refleja mejor a Jesús que un buen cristiano. Encontrarse con un buen cristiano es el mejor modo de encontrarse con Jesús, quien, al aparecerse, echa los cimientos del Reino de Dios y de la Iglesia.

El Maestro invita a reconocerle tomando contacto directo con su cuerpo, que presenta las heridas ocasionadas por la tortura de la crucifixión. Con estas palabras, se nos invita también hoy a experimentar y reconocer la presencia de Dios en el cuerpo dolorido de los hermanos. Escribía el cardenal De Lubac: «Si yo falto al amor o falto a la justicia, me aparto de Ti, Dios mío, y mi culto no es más que idolatría. Para creer en Ti tengo que creer en el amor y en la justicia. Vale mil veces más creer en estas cosas que pronunciar tu nombre. Fuera de ellas es imposible que te encuentre». Deberíamos comprender que rehusar comprometerse con los desheredados de cualquier especie es una herejía más anticristiana que rechazar algún artículo de la fe. Ser testigo de la resurrección es potenciar la vida. De ahí que la eucaristía debe ser una experiencia de Cristo resucitado y resucitador, que vive y nos hace vivir, que nos llena de un amor más fuerte que la muerte, que nos convierte en sembradores de vida y testigos de resurrección. Todo el culto cristiano no es más que una celebración continua de la Pascua y toda misa celebrada es la Pascua que se prolonga.

Las celebraciones pascuales alimentan nuestra esperanza, no sólo confirmando nuestra certeza en un «más allá», sino sobre todo proporcionándonos energía para caminar en este complicado «más aquí». Es verdad que vivimos en el tiempo, pero estamos «infectados» de eternidad. Se trata, pues, de concienciarnos de que no estamos amenazados de muerte, sino de vida y resurrección. La resurrección es la muerte de la muerte.

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