Diario de León

Publicado por
ANTONIO NÚÑEZ
León

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Que no se me olvide este año poner la equis de la declaración de la renta en la casilla de Rodrigo Rato. El pobre hombre se ha quedado en la calle como los agelcos de aquí a los que siempre les echo un eurín en la gorra cuando piden limosna en la esquina de la Fele por la burbuja inmobiliaria. Una vez que servidor se sentía generoso intentó ponerles también una trasferencia bancaria de seis euros o sea mil pesetinas, qué menos, pero dijo el cajero que no podía ser porque tenían todos la cuenta corriente en Suiza.

Lo de la burbuja no ha hecho más que empezar y hay que agradecerle a Rajoy que por lo menos no nos trate como a niños, tal que hacía Zapatero cuando para explicar la crisis (desaceleración económica, según él) contaba en la tele lo de «un globo, dos globos, tres globos». Los de mi quinta, que sabemos de memoria el cuento de la lechera, ya barruntábamos que el cántaro acabaría rompiéndose de tanto ir a la fuente de la deuda pública porque otra leche no había para tanto despilfarro.

Deja el parado Rato, bienvenido al club, una entidad con diez mil millones de euros de agujero, eso que se sepa. Y son, se dice pronto, billón y medio largo de las antiguas pesetas. Le llaman ahora activos tóxicos a los morosos del ladrillo entre hipotecas a particulares y deudas de suelo de promotores, aunque uno sospecha que en Bankia-Caja Madrid sólo están empezando a sacudir el polvo del andamio. Y da también en la nariz que, a pesar de estos agujeros negros monstruosos, queda más por barrer hasta hacer el ambiente irrespirable. Ponte la mascarilla, Mariano.

Volviendo a casa, en la Caja de León, de España, del Duero o de donde sea a estas alturas la contabilidad es parecida: debe/haber, pero no hay. Las cajas de ahorros y montes de piedad, como su propio nombre indica, surgieron en España a comienzos del pasado siglo por iniciativa de las reales sociedades de Amigos del País para frenar a los usureros de la época. Fueron creadas por hombre ilustrados, desinteresados y de posibles —una especie extinguida— cuando el tatarabuelo de Botín recorría a caballo el norte de España para prestar aquí y allá. Por cierto que la sucursal leonesa fue una de las primeras fuera de su pueblo. Lo que vino después ya se sabe: aquellos prohombres de antaño que abogaban en las cajas por el interés más desinteresado fueron desplazados por la clase política de hogaño, sólo interesada en los fabulosos sueldos y prejubilaciones del consejo de administración, asociados a la hermandad sindical de la filibusta. No es de extrañar que las cajas enarbolen hoy en sus balances la tétrica bandera de la calavera y las dos tibias. Todos los gobiernos autonómicos han tenido en ellas patente de corso.

Repase usted la historia de la Caja cazurra desde los aun no tan lejanos tiempos de don Emilio Hurtado y don Julián de León y verá que, políticos aparte, la presidencia ha recaído en mindundis ladrilleros que aprovecharon para endeudarse en ellas hasta las cejas. Los dos penúltimos, por ejemplo, uno de la Cepeda y otro que se parece a Rubalcaba, pero es de Cea. Miles de millones de pesetas, oiga. Dios se lo pague.

Por lo demás no toda la culpa es suya. La gente se volvió loca en la Jauja de la burbuja inmobiliaria y todo el mundo aspiraba a comprar un piso para revenderlo al día siguiente con la mitad o más de revalorización sin tener en cuenta que el ladrillo caía por su peso. Eso pasó, por ejemplo, en Eras de Renueva donde no pocos ejercieron de aprendiz de especulador brujo con suelo subvencionado por el Estado y efectivamente se forraron. Otros ansiosos, en cambio, lo perdieron todo embarcándose en hipotecas a treinta años o más: el sueldo de la señora para el piso y el del marido para vivir a lo grande porque los precios subían por las nubes como la casa de ET. Nadie se dio cuenta de que en tan prolongado espacio de tiempo podría venir una crisis con uno de los dos cónyuges en el paro, situación embarazosa en la que la familia debería optar por no comer o dormir debajo de un puente. Cuando los parados son los dos hay que ir a Cáritas.

La diferencia entre ayer y hoy es que antes el abuelo vendía las fincas del pueblo para comprar un piso a los hijos y vivir en la capital. Con los créditos, sin embargo, los viejos acabaron en el asilo y los hijos viviendo del banco de puta madre, lo que es la vida.

Hoy los abueletes están siendo rescatados de vuelta a casa para que por lo menos los nietos puedan comer caliente de la pensión.

No todo son malas noticias.

Váyase lo uno por lo otro.

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