Sembrar y ser sembrado
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Las parábolas de este domingo brotan del tema de la semilla y la germinación; son imágenes que sugieren múltiples reflexiones. Y una advertencia previa: no hay germinación que no requiera una duración, ni fruto sin que medie el tiempo indispensable. De hecho, la primera historia menciona la sucesión de los días y las noches; señala después que llega un momento en que la cosecha «está a punto» para la siega. Y la segunda historia señala el momento en que la semilla, diminuta en el momento de sembrarla, llega a ser mayor que las demás hortalizas. El tiempo, pues, es un componente esencial de la vida del Reino, que, al igual que el grano sembrado, no puede llegar a sazón sin el paso del tiempo. Cosa que, en la práctica, no siempre es fácil aceptar.
Aquí nos interesan sobre todo las conclusiones que el espíritu de la antiguedad extrae de estas imágenes para poder comprender mejor el Reino. Considerar la germinación con ojos de aquella época nos lleva a ver el lugar primordial que se atribuye a la acción de Dios en el crecimiento del Reino. ¿Conclusión? Dios es quien tiene parte privilegiada en este desarrollo del Reino. Pero no por eso está condenado el hombre a la pasividad. La parábola exige la actividad humana, como requiere el Salmo la de los constructores o la de los centinelas. No construye Dios la casa, pero sin él nada sería el trabajo de los albañiles. El Reino, sea cual sea su forma de manifestarse, no es fruto del activismo humano. El Reino, por ser obra divina, se construye, vive y se desarrolla de conformidad con el modo de actuar de Dios: este es el sentido de la segunda parábola. Esa manera de actuar se ajusta al poder divino, al que no hacen fracasar ni el tiempo ni la pequeñez de los medios empleados.
El evangelio repite este pensamiento. El crecimiento del Reino supone una desproporción absoluta entre la debilidad de los medios empleados y la brillantez de los resultados. ¿Cómo puede explicarse esta desproporción? Por los motivos ya subrayados: siendo el Reino obra de Dios, ha de ser la manifestación del poder divino; manifestación necesaria para quienes, mirando desde fuera, necesitan ver el sentido profundo -divino- de la obra y para los que, trabajando por la extensión del Reino, precisan ver con frecuencia la prioridad de la acción divina con respecto a los medios humanos desplegados, tan pobres como necesarios.