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León

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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

Es evidente que el ser humano necesita vitalmente trabajar, no sólo para mantenerse en vida y en seguridad, sino también para sentirse útil y autosuficiente. En el trabajo se realiza y afirma la persona. Es verdad que, con frecuencia, el trabajo es también una fuente de inquietudes y de sufrimiento para el ser humano. El trabajo le descubre su menesterosidad y su limitación, le revela su soledad, le priva de su libertad y le presenta de forma violenta la amplia y variada agresividad humana.

Tan hondamente arraigado está el trabajo en la vida y en la experiencia del hombre que se puede afirmar con Juan Pablo II que «el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas: este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza».

Ahora bien, si todo esto se ha dicho de la persona humana, puede y debe ser referido también a la familia. La familia es una comunidad de amor y de vida. Pero fue también desde el principio de los tiempos una comunidad de trabajo, con tareas complementarias y distribuidas en el hogar. Es claro que la familia necesita el trabajo para formarse, para sobrevivir y para realizarse. Pero hay que reconocer y recordar con frecuencia que, por otra parte, el trabajo necesita de la familia como primera estructura de producción y de consumo, pero también como escuela de responsabilidad social.

El VII Encuentro Mundial de las Familias ha sido una buena ocasión para preguntarse cómo afrontan las familias de hoy estas dos dimensiones de la vida social y, sobre todo, cuál es el sentido cristiano de las mismas.

En su homilia del domingo 3 de junio de 2012, el papa Benedicto XVI ha reafirmado en primer lugar el valor de la familia fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, y llamada a ser imagen del Dios único en tres personas. Una concepción que implica, entre otras actitudes, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuesto a servir, tener paciencia con los defectos de los demás, saber perdonar y pedir perdón.

En un segundo momento, recordaba el Papa la tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios para transformar el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la técnica. Esa visión nos lleva a superar una concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado.

Finalmente, exhortaba a las familias a descubrir en el domingo el día del Senor, el día de la Iglesia y el día del hombre y de sus valores: convivialidad, amistad, solidaridad cultura, contacto con la naturaleza, juego y deporte. «El día del Señor es como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría del encuentro y calmar nuestra sed de Dios».

Según el Papa, familia, trabajo y fiesta son tres dones de Dios y tres dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio armónico.