Llamados a evangelizar
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
La liturgia de este domingo decimoquinto del tiempo ordinario nos presenta un análisis preciso de las exigencias y características esenciales que hay que tener para anunciar la Palabra de Dios, a la cual estamos todos llamados: fidelidad, entrega y libertad. Jesús envía a sus discípulos de dos en dos para que anuncien el evangelio por toda Galilea. Primero los llama y después los envía o, mejor, los llama para enviarlos. La vocación no puede separarse de la misión, que es su consecuencia lógica. No se puede ser discípulo de Jesús sin ser un enviado de Jesús al mundo, es convertirse por tanto en mensajero.
Que todos los cristianos participen de la misión de Cristo, de su ministerio profético, y que la iglesia sea misionera y no sólo encomiende a unos pocos la misión de predicar el evangelio, se desprende de lo que acabamos de decir. Ir a misa, sentarse en unos bancos y oír el evangelio, es sólo la mitad, y menos de la mitad si no cumplimos lo que nos falta. Porque la fe sin el testimonio y la misa sin la misión no es ya lo que debe ser. La comunidad cristiana no es una asamblea de oyentes sin más ni más, no es un auditorio solamente, porque es la comunidad que toma la palabra de Dios y recibe el encargo de proclamarla. La eucaristía termina siempre con la misión. Quiere decir que en la Iglesia todos somos llamados antes de ser enviados, todos somos fieles antes de ser obispos sacerdotes, laicos o consagrados. El evangelio del que somos portadores es «como un tesoro que llevamos en un vaso de barro», y debiéramos ofrecerlo a los demás con la sencillez del que ofrece un vaso de agua. Dando gratis lo que gratis hemos recibido. Sin utilizar los medios que utilizan y necesitan las ideologías. Porque no tenemos nada que vender o imponer. Porque todo lo que tenemos es la palabra de Dios, y ese es un tesoro inapreciable que no está en venta y con el que no se negocia; se propone, pero no se impone.
Porque evangelizar es liberar: Jesús no pensó nunca en la conquista del mundo, sino en el amor entre todos los hombres como hijos de Dios. Por eso no tuvo nunca en cuenta los grandes recursos y las grandes organizaciones. En cuanto a los recursos debería bastar un bastón para el camino y unas sandalias. Y por lo que respecta a la organización, Marcos nos dice que envió a sus discípulos de «dos en dos». Una expedición de conquistadores se equipa y organiza de otra manera. Pero ése no era su objetivo. Tampoco la misión de la Iglesia en el mundo puede ser el aumentar el número de súbditos o de clientes, sino extender el gozo y la noticia de que Dios nos ama y nos ha hecho sus hijos.
Si Jesús, su persona y su mensaje no se convierten en el centro de la propia existencia, se podrá hablar de estadios de religiosidad, de credulidad, de posiciones previas a la fe, pero nunca de fe propiamente dicha. En esto, seamos sinceros, todavía tenemos mucho que hacer pues el criterio de identidad cristiana para una gran mayoría sigue siendo el de estoy bautizado y creo que hay algo.