El Señor cura y salva
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
La Liturgia de la Palabra de este domingo exalta el poder curativo de Dios para con nuestros males. El profeta Isaías consuela a su pueblo en horas difíciles y le asegura que Dios va a infundir fuerza a los cobardes, vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos y aguas abundantes al desierto. El salmo amplía el campo de esta salvación, porque habla de los oprimidos y hambrientos, de los cautivos y peregrinos. Y nos invita a elevar a Dios nuestra gratitud: «Alaba, alma mía, al Señor». Estas palabras del profeta y del salmista nos preparan para escuchar cómo Cristo, en una escena contada con colorido por san Marcos, cura a un sordomudo, y le devuelve el oído y el habla.
Esta situación puede ser una referencia a nuestras sorderas, porque a menudo somos sordos ante Dios e incapaces de darle una respuesta cristiana y de anunciar a los demás la salvación de Cristo. Por sordos nos hemos convertido en mudos impotentes para decir a Dios a los hombres la palabra oportuna. Con respecto a Dios, porque no le escuchamos, ni le alabamos, ni le damos gracias, ni le bendecimos... Resulta que, cuando estamos en su presencia, volvemos la mirada sobre nosotros mismos y pretendemos que El atienda en exclusiva nuestros intereses. Y con respecto a los hombres, por no escuchar a Dios no les anunciamos su mensaje de amor infinito. Porque no escuchamos a Dios en actitud de disponibilidad somos incapaces de anunciar al mundo su voluntad de justicia y de amor, somos incapaces de denunciar las situaciones que contradicen los planes de Dios, cuanto El quiere desarraigar y para lo que nos envía a su propio Hijo. Porque somos sordos, somos también mudos e impotentes para vivir una de las exigencias de nuestro Bautismo: la participación en la misión profética de Jesucristo, por la que somos llamados a hablar al mundo en nombre de Dios, con las obras y las palabras nacidas de actitudes evangélicas.
Nos toca «predicar y dar trigo», porque nada significan las palabras si no hacemos lo que decimos. No hablamos, si nuestras palabras son sólo mentiras al ser contrastadas con nuestra vida. Y si no se nos desata la lengua, si no nos hacemos lenguas de la Buena Noticia, ¿en qué puede notarse que hemos escuchado la Palabra de Dios? Pero tampoco escuchamos la palabra de Dios, si hacemos oídos de mercader a la voz de los hijos de Dios. Somos responsables delante de Dios, pero también delante de los hombres. Porque la palabra de Dios es siempre una llamada a la responsabilidad para con nuestros semejantes, a vivir en fraternidad, a hacer un mundo más justo.