Iglesia, ¿qué dices de ti misma?
Cada día su afán José-Román Flecha Andrés
El Concilio Vaticano II sigue siendo importante: por el espíritu que lo impulsó, por el diálogo universal al que dio lugar, por las esperanzas que suscitó, por la riqueza de sus reflexiones y orientaciones.
Entre los 16 documentos en los que se recoge su doctrina, sobresalen las cuatro constituciones. En la constitución Lumen gentium , la Iglesia reflexiona sobre sí misma, como para responder a la pregunta que abre esta reflexión. Se pregunta quién es, cómo ha nacido y a dónde la conduce su esperanza.
La Iglesia no se ha dado origen a sí misma. No es un invento humano, aunque a veces lo parezca.
Los textos bíblicos la presentan como el redil que tiene a Cristo como puerta, y el rebaño que lo reconoce como pastor. La Iglesia es la labranza o arada de Dios, destinada a dar frutos de vida. Es la edificación que tiene a Cristo como piedra angular, la nueva Jerusalén y la esposa del Cordero sin mancha.
Como se sabe, la Constitución presenta a la Iglesia como pueblo de Dios. Mientras que Cristo no conoció el pecado, la Iglesia abraza en su seno a los pecadores. «Es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación». Es ésta una de las afirmaciones más repetidas de esta Constitución.
El Concilio recuerda que, entre los miembros de la Iglesia, el Espíritu ha derramado sus dones y carismas. Este pueblo de dimensión universal, está llamado a un diálogo con otros cristianos no católicos y aun con los fieles de otras religiones.
A continuación, se menciona a los diversos estados que se dan dentro de la Iglesia. Tras exponer la doctrina católica sobre los obispos, los presbíteros y los diáconos, el Concilio se refiere ampliamente a la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo: «Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo» (LG 38).
Todos los miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, están llamados a la santidad, siguiendo a Cristo, pobre, humilde y cargado con la cruz, Maestro y Modelo de toda perfección.
A instancias de Juan XXIII, el Concilio analizó la índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial. La Iglesia está en camino y vive en la esperanza del encuentro con el Señor y con los mejores de sus hijos. La relación entre los vivos y los difuntos está marcada por un amor que es más fuerte que la muerte y por la virtud de la esperanza.
Finalmente, la Iglesia del Concilio se mira en el espejo de María. «Como la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que tendrá su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor» (LG 68).
A ella se vuelve la Iglesia para pedir los dones de la unidad, de la paz y de la concordia en un solo Pueblo de Dios.