Nos sigue acompañando
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
El evangelio de hoy nos encara con nuestro fin, que es esperanzador, pues no está en manos de los poderosos, ni de las grandes fortunas, ni de los teléfonos y ordenadores de última generación. Está en las manos de Dios. Pero además nos encara también (y eso sí que está en nuestras manos) con nuestro destino en este mundo y en esta vida. Esta es nuestra responsabilidad. Y nuestra culpa. Porque ni este mundo está bien, ni todos somos lo buenos que debiéramos.
Hoy hablan de esperanza las personas y sociedades, las religiones y filosofías, la política y la economía, los hemisferios norte y sur... Se habla de ella porque se necesita, y mucho, porque continuamente está siendo defraudada. Se defrauda la esperanza del parado que no encuentra trabajo; la del ciudadano que espera cambios a mejor y todo sigue igual; la del joven que se ha preparado para una profesión que no puede ejercer; la de quien se ve afectado por mil problemas para los que no encuentra salida. Sin embargo, a pesar de tanta esperanza defraudada, el hombre lo intentará de nuevo una y mil veces. Es que necesita la esperanza como el comer o como el respirar.
Jesús busca asegurar a los discípulos que su Evangelio, es decir, el gran anuncio del amor de Dios, es la gran verdad que seguirá firme a pesar de la tragedia de la cruz y de todos los cataclismos y tragedias de la historia humana. Él es el fundamento de la esperanza que no termina.
Permitidme, además, añadir dos palabras sobre el «Día de la Iglesia Diocesana» que hoy se celebra en España. Se trata, como sabéis, de recordarnos que como cristianos, discípulos de Jesús, formamos una comunidad que llamamos la Iglesia. De la que todos somos algún modo responsables, que todos hemos de querer cada vez mejor, más evangélica. Tenemos que contribuir a hacer una sociedad mejor y, para ello, nuestra inserción activa en nuestra parroquia (que es la localización de la diócesis) es clave. Pidamos saber estar atentos a «los signos de los tiempos», es decir, a todas las semillas de salvación, de amor salvador de Dios, que aparecen en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestra Iglesia. Así podremos contribuir a hacerlas crecer. Porque, aunque estemos en otoño, el evangelio nos dice que «la primavera está cerca».