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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

La fiesta de la familia de Nazaret se sitúa en la lógica de la Navidad, que es la lógica de la encarnación de Cristo, la Palabra eterna de Dios que viene a habitar entre nosotros. Esta encarnación quiere decir que Jesús, nacido de la Virgen María desposada con José, adopta el proceso normal de cualquier criatura de su tiempo, es decir, que nace y crece en el seno de una familia en la que avanzará en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres. Serán muchos los años que Jesús pase en Nazaret, que no son ni inútiles ni perdidos. Son ocultos a los ojos del mundo, pero muy presentes ante el Padre. Lo que Jesús vivirá y proclamará en su vida «pública» se gesta y madura en la vida oculta de Nazaret. La experiencia humana de la vida de Jesús (familia, trabajo, oración, educación, amistades, celebraciones...) es el campo de donde él extraerá tantos ejemplos en su predicación.

En efecto, la encarnación comporta un progreso a partir de unos inicios oscuros. Es la experiencia que san Juan nos presenta en la segunda lectura: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Hay un descubrimiento progresivo de nuestra condición, como también hay una proyección creciente en Jesús de Nazaret a partir de su historia inicial tan concreta -hijo del carpintero, hijo de María- que se va desarrollando con un valor absoluto y universal.

Las lecturas de este domingo nos dan otra lección: no hay ninguna realidad humana que tenga un valor absoluto. La primacía absoluta es «ser del Señor». En el relato de Samuel, su madre Ana lo expresa entregando al chico al santuario para que sea siempre del Señor. En el evangelio Jesús responde al reproche angustiado de María: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Aunque inmediatamente Jesús se somete a otra de las concreciones de esta voluntad del Padre: la vida en el seno de la familia de Nazaret. Esta etapa y esta forma de la vida de Jesús tienen un valor revelador para nosotros: «Nazaret» es la forma ordinaria de vida de la mayoría. Es decir, una vida discreta, aparentemente sin relieve, pero en la que hay que descubrir y ser fiel a la voluntad del Padre y al crecimiento que Él nos pide.

También la vida de familia y nuestras familias son un lugar de encarnación de esta presencia de Dios. Conviene afirmar el valor gozoso y positivo de la vida familiar como lugar del amor incondicional y ámbito para el respeto, la libertad, la responsabilidad... Conviene reconocer que en la familia hace falta atención y esfuerzo para mantener vivo el amor. Y apoyo por parte de la sociedad y de todos, con una cercanía especial a las familias que sufren o están divididas. Muchas formas históricas se transforman, pero hay un criterio que perdura: vivir en el Señor, descubrir su voluntad en lo concreto de nuestra vida, también en nuestra vida de familia. El misterio de la Navidad nos anima a buscar la ayuda de Aquel que ha venido a compartir nuestra existencia y que ahora, un domingo más, se nos da en la Eucaristía.