El Papa Francisco: «El Señor perdona todo, si no el mundo no existiría»
Más de 150.000 personas acuden en San Pedro al primer Ángelus del Pontífice.
Reinaba la excitación ayer en los alrededores de San Pedro, con largas colas para entrar en la plaza y con gente que incluso se intentaba colar saltando las vallas. Ya desde media hora antes era difícil acercarse y Via della Conciliazione, la amplia avenida que lleva al Vaticano, estaba llena. De golpe reapareció la muchedumbre desaparecida durante años, al menos desde la muerte de Juan Pablo II en el 2005 y luego fugazmente en su beatificación del 2011. Pero nada que ver con los actos de Benedicto XVI, que ni siquiera en los dos últimos Ángelus, cuando ya se sabía que se iba, ni en la audiencia general final congregó una masa similar.
Es una cuestión de magnetismo: ayer había 150.000 personas, según la Santa Sede, o hasta 300.000, según el Ayuntamiento de Roma. De repente el Papa vuelve a interesar y la gente quiere oírle, saber qué dice, porque desde el primer momento ha comprendido que es distinto. Ya en el Ángelus se había corrido la voz de que, por la mañana, Francisco había ido andando por la calle a dar misa a una parroquia cercana y luego había saludado a todo el mundo. Viendo a las personas contándose anécdotas del Papa, porque ya circulan muchas, se nota que está en marcha una revolución.
«¡Hermanos y hermanas, buenos días!», dijo Bergoglio al asomarse a San Pedro por segunda vez, desde su elección el pasado miércoles, y con el mismo saludo de entonces. «Es bonito e importante para nosotros cristianos encontrarnos los domingos, saludarnos, hablarnos como ahora aquí, en la plaza», continuó. Centró su breve intervención en el concepto de la misericordia, a raíz del evangelio del día, la adúltera que Jesús salva de la condena a muerte: «No le oímos palabras de desprecio, de condena, solo de amor, de misericordia, que invitan a la conversión». «Un poco de misericordia cambia el mundo, lo hace menos frío y más justo», dijo paternalmente a una muchedumbre silenciosa.
Su homilía en la misa de la mañana ya había tocado las mismas ideas: «Nos gusta dar palos a los demás, condenar a los demás, pero el mensaje de Jesús es la misericordia». Explicó de forma popular, como un cura de parroquia, que si uno ha hecho «cosas gordas», casi mejor: «¡Vete donde Jesús, a él le gusta si le cuentas estas cosas! Él se olvida, tiene una capacidad especial para olvidarse. Después de un mes estamos en las mismas condiciones, pero el Señor no se cansa nunca de perdonarnos, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón». Es una teología elemental que entiende todo el mundo y muestra una Iglesia comprensiva, desdramatizada. Con todo, en breve llegará el momento de colocar las líneas rojas de la doctrina en asuntos polémicos y será interesante ver cómo lo hace y su efecto.
Transcribir sus discursos no da bien la idea de cómo son cuando los pronuncia, pues rebosan familiaridad e intercala giros coloquiales. Improvisa constantemente con lo que le viene a la cabeza, y suele ser lo mejor. Tampoco faltan nunca recuerdos personales, siempre divertidos, que transmiten una fe vivida y dotan aún de más autenticidad a los discursos, además de hacerlos entretenidos. Ayer contó una conversación en Buenos Aires en 1992 con una anciana que fue a confesarse cuando él ya se iba. «Pero si usted no ha pecado», le dijo él. «Todos tenemos pecados», replicó ella. «Pero quizá el Señor no los perdona», bromeó Bergoglio. «El Señor perdona todo, si no el mundo no existiría», le contestó la señora de forma lapidaria. «Me entraron ganas de preguntarle si había estudiado en la Universidad Gregoriana», concluyó el Papa, en referencia al prestigioso centro de teología de Roma.