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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

La fiesta del «Corpus Christi» es una fiesta muy grande, desde el siglo XIII, para los cristianos. La Eucaristía tiene dos dimensiones: su celebración (la Misa) y su prolongación, con la reserva del Pan eucarístico en el sagrario y su consiguiente adoración. La finalidad principal de la Eucaristía es su celebración y la comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo, que es nuestro alimento para el camino de la vida. Pero desde que se empezó a guardar el Pan eucarístico, sobre todo para los enfermos y para el caso del viático —atestiguado ya en los primeros siglos—, surgió de manera obligada y natural rodear el lugar de la reserva (el sagrario) de signos de fe y adoración. Esto lo subraya la fiesta de hoy, con un cierto paralelismo con la noche del Jueves Santo, en aquellas horas entrañables del Misterio Pascual.

Con la Ascensión, ya no podemos encontrarnos con Cristo a través de una experiencia sensible, sino en un clima de una vivencia sacramental: se hace presente en los símbolos de pan y vino que se ofrecen en la Eucaristía. Pan y vino, alimentos de la vida diaria, se convierten en la persona misma de Jesús, pan de vida eterna. Él se nos entrega en su sacrificio y su victoria sobre pecado y muerte. El Crucificado está con nosotros cada vez que nos reunimos en torno al altar: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva».

En la Eucaristía Jesús nos incorpora a su cuerpo que es la Iglesia. La comunión con Cristo se convierte en comunión entre nosotros. Comulgar no es sólo recibir a Cristo; es renovar nuestra pertenencia a la comunidad de los fieles, para vivir como hermanos, unos al servicio de otros, cada día, como Jesús nos enseñó en la última cena, con el lavatorio de los pies. Nos urgía con este gesto a sorprender al mundo con la novedad del amor fraterno. De la Eucaristía brota, como de su fuente, todo el amor en la Iglesia. La participación en la victoria de Cristo sólo se da pasando por la muerte: superar el egoísmo, el ansia de poder, el dinero como valor primero... Sólo así se descubre la dimensión de fraternidad, que se extiende a todos los hombres.

Proclamar la muerte del Señor significa vivir la presencia de Jesús en quienes continúan su «pasión» sufriendo el dolor y la injusticia. Por eso este domingo celebramos la Día Nacional de Caridad. No podemos comulgar con Cristo sin comulgar también con los hermanos. Ni tiene sentido compartir el Cuerpo de Cristo si no nos abrimos a compartir con el necesitado nuestros bienes. Celebramos el amor de Dios que muere y se nos da en alimento, para mantenernos unidos a Él, en una misma Iglesia.

Por eso es una buena ocasión para preguntarnos si damos a la comunión su debido valor. No el valor que nosotros hayamos podido atribuirle, sino el que el Señor quiso darle: signo eficaz de nuestra unidad.