Diario de León
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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Al celebrar la Eucaristía, comenzamos reconociendo el pecado y pidiendo el perdón de Dios, confiados en conseguirlo. La experiencia del perdón, una profunda experiencia en la existencia humana, va unida a otras más fundamentales de vivir y convivir, afecta a la dimensión personal y a la social, a la familiar y a la religiosa. Saberse y sentirse perdonado, aceptado, es abrirse a aceptar a otros, ayudar a quien lo necesite, sentirse más próximo también a los excluidos. El perdón es poder vivir con la alegría del agradecido que se siente querido sin tener por qué. Es vivir con la esperanza de encontrarse algún día cara a cara con el Dios bueno y poder recibir un gran abrazo y responder con un emocionado «gracias».

El Evangelio es la buena noticia de que Dios perdona a los pecadores. Por eso son precisamente éstos quienes lo escuchan y no los que ya se tienen por justos y condenan a los demás. Éstos no pueden acoger ninguna buena noticia; no la necesitan. La misericordia y el perdón evangélicos no dejan a los pecadores en su pecado; de ser así, ya no sería perdón, sino condena, y lo que llamamos misericordia se convertiría en indiferencia. No, el perdón de Dios es redentor. Porque es una prueba de amor, es gracia que nos gana el corazón y nos anima para entrar por una nueva vida. El que ha sido perdonado mucho, ama mucho. El que cree y recibe el perdón de Dios, la gracia de Dios, vive entonces su fe no como imposición, sino como expresión de su nueva vida.

El evangelio de este domingo nos presenta una paradoja, que sin embargo es la lógica de Dios. El perdón suele aparecer como la recompensa del amor, y el amor como la causa del perdón; aquí es a la inversa: el amor es la consecuencia, el fruto del perdón. El perdón es lo primero; no se da a cambio del amor; sino que es pura y simplemente dado, es don gratuito que suscita el amor. La paradoja es sorprendente, pero menospreciarla o atenuarla sería mutilar el mensaje de Jesús.

El perdón, siempre gratuito, conlleva la exigencia de la fe. Tenemos que fiarnos de la promesa de Dios. Aquí la fe no es saber cosas acerca de Dios o creer ciertas verdades; más bien es una entrega incondicional a Dios, una fe viva, que afecta a nuestra existencia. Exige de nosotros la adaptación de nuestra vida a la voluntad de Dios expresada por Jesús. Así nos salva. Esta fe es la actualizamos en la Eucaristía, sacramento de fe, que nos regala la salvación prometida y esperada.

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