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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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No siempre para emplear el dinero hace falta tenerlo acumulado, ya que «el estiércol del diablo» siempre apesta y basta con robarlo. Las grandes fortunas, si son bruscas, son sospechosas y hasta los llamados «padres de la Iglesia» se atrevieron a decir en otras épocas, antes de ser huérfanos, que ser rico, riquísimo, era sinónimo de ser ladrón o hijo de ladrón.

Naturalmente hay excepciones, de esas que no confirman la regla sino que la perturban.

El inventor de la fregona o del chupa-chúps o Amancio Ortega, que ideó unos trapitos renovables, se han enriquecido legítimamente. Siempre ha habido gentes avispadas que han logrado salirse del enjambre y supieron separarse de la innumerable legión de himenópteros que formamos su tribu volandera.

No debemos sentir por ellos menor admiración que rencor, aunque nos hayan predicado que les será hartamente dificultoso el conseguir entrar en el reino de los cielos, como en la abusiva metáfora del camello y de la aguja.

Todos sabemos que los camellos, en cualquier sentido, se cuelan por todas partes.

Quienes quieren invertir, como los chinos, que han clausurado su política de hijo único para ganar el futuro de la humanidad y apropiárselo en una parte alícuota, palabra que a mí me suena como alicate, saben lo que hacen.

El mundo está regido por los números. Los que sean más, ganarán. La vanguardia de este mundo globalizado no la forman los que tienen hambre y sed de justicia, sino los que tienen simplemente hambre y la confunden con las ganas de comer.

Lástima que nuestros inversores se hayan dedicado preferentemente a aguardar su salida de la cárcel para darse la gran vida.

Hemos olvidado la restitución de lo robado y todo consiste en echarle paciencia. Nuestros mejores golfos nacionales, en el raro caso de que les enchironen, saben que habrán hecho una buena inversión.

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