Madre
Cada día su afán José-Román Flecha Andrés
En nuestra cultura, ¿quién no entona un villancico al llegar la Navidad? Nuestros villancicos recogen el aire de lo popular y la belleza inefable de la verdad más profunda. El villancico es simbólico y diáfano. Es divino y humano. Nos invita a la contemplación y al canto, al asombro y al llanto.
José Luis Martín Descalzo confesó un día que siempre le había dado miedo escribir villancicos. La perecía que para ello había que tener un alma absolutamente pura e infantil. Le parecía que en un mundo como el nuestro, bastante amargo y gris, es difícil escribir un villancico sin faltar a la verdad.
De todas formas, en su libro «Apócrifo de María», tras cantar el pasmo de María en el momento de la Anunciación y los temores que siguieron a aquel día, Martín Descalzo incluyó unos villancicos tan profundos como deliciosos. Baste este botón de muestra para asomarnos a la hondura asombrosa del misterio y para recordar la gracia del poeta:
«Dios es perfecto y sin nada / que le sobre o que le falte./ Él tiene todo y de todo,/ pero no tenía madre.
Y viendo Dios que en los hombres / hasta el más débil bebé / tiene el pecho de su madre / también la quiso tener.
Porque, aunque tenía el cielo /con todas sus maravillas, / quería el calor de un seno /por no morirse de envidia.
Y así eligió a María / para ser hijo también. / Como Dios no iba a ser menos / se inventó lo de Belén».
Se ha escrito hace poco que, después de unos años de avergonzado silencio, retorna a nuestras asambleas cristianas el recuerdo afectuoso a María, la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia. ¿Cómo se puede ser cristiano y olvidar la figura de la que fue proclamada bienaventurada por haberse fiado de Dios?
La tradición repetía una y otra vez aquel estribillo tan conocido: «A Jesús por María». Pero ahora llega el Papa Francisco y en su exhortación «La alegría del Evangelio» nos descoloca con esta afirmación: «…Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio» (EG 285).
Habrá que repensar estas palabras, en las que se encierra no sólo la grandeza de María sino también la vocación de toda la Iglesia. Y aun la tarea de toda la humanidad. Seguramente habrá que leer en presente esa otra afirmación: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pocos pañales y una montaña de ternura» (GG 286).
¿Y si fuera ese el secreto de la civilización y del progreso? La cueva de animales parece ser a veces la imagen de nuestra sociedad. La Iglesia y la humanidad entera habrán de convertirla en un lugar de paz y de salvación. Para eso harán falta los paños que recojan nuestra miseria y la ternura que nos ayude a reconocernos como débiles y necesitados de afecto. ¡Que alguien nos redescubra el valor y el símbolo de la madre! ¡Que alguien entone un buen villancico, por favor! ¡Feliz Navidad!