Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

En Navidad el profeta Isaías afirmaba que el pueblo que caminaba en tinieblas había visto una gran Luz, y también el evangelista Juan lamentaba que la luz había venido a los suyos y que no fue acogida por ellos. Esos pasajes bíblicos dan fe de una verdadera tragedia: la Luz que emana de Dios llega a nosotros, los humanos, pero nuestras miserias -las tinieblas- no desaparecen. Es que nuestra oscuridad no quiere dejarse anular, porque prefiere instalarse cómodamente en sus ambigüedades, privilegios y ocupaciones materialistas. Frente a ello, Jesucristo proclama, en lugar y momento solemne, el Sermón del Monte, de manera diáfana y firme: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». Acaba de proclamar las Bienaventuranzas y puede haber quien las interprete como una invitación a un etéreo y cómodo espiritualismo. Jesús, usando las comparaciones con la sal, con la luz y con una ciudad construida en lo alto, nos invita a adoptar disposiciones de exigencia que se comprometan con la sociedad en que vivimos. Son tres comparaciones muy fáciles de entender, que llevan una clara intencionalidad de impulsarnos a ser testigos, profetas y levadura en medio del mundo. Y serlo sí con la palabra, pero también con la forma de vivir.

Esta forma de hablar y de comprometernos puede parecer una utopía irrealizable y puede que sea por eso por lo que nos cuesta tanto creérnoslo. ¿Resultado? La inoperancia: si no nos creemos que somos sal y luz, ni conservaremos ni sazonaremos ni iluminaremos. Nos consolaremos diciendo que es imposible. Pero no es así: no lo dejamos de hacer porque sea imposible, sino que es imposible, sencillamente, porque no estamos convencidos de que somos de verdad sal y luz. El discípulo que se guía por las Bienaventuranzas, que entra por el camino de cambiar, que se deja renovar por la persona de Cristo, el Hombre nuevo, acaba por ser sal del mundo. Como la sal, también el discípulo, casi siempre de modo discreto, debe disolverse en el mundo de su tiempo. Dicho de otra manera, será quien haga suyas las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los demás hombres. Así empapado de la realidad humana y con el Evangelio en la mano, ofrecerá una novedad radical: la sal da sabor, se disuelve, se sacrifica; el discípulo esparce el buen sabor y contagia la fuerza del Evangelio. Si el discípulo pierde esta fuerza, deja de ser testigo y se convierte en defraudación y falsificación. «No sirve más que para ser tirado fuera...».

Ser luz es ser enseñanza que, hecha vida, irradia sentido y esperanza. Es una lámpara que refleja -sin deslumbrar- la manera de hacer y de ser de Dios mismo. Es una vela que guía el camino de la fe. Los demás verán que nos hemos dejado renovar por Cristo y quedarán prendidos y prendados de esa claridad; así glorificarán al Padre que está en el cielo.

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