Diario de León
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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

En este II Domingo de Pascua la Liturgia habla de la fe que sabe superar la incredulidad y las adversidades. Aparecen los discípulos atemorizados y recluidos y es, en esa situación de desesperanza, donde se produce el encuentro con Cristo. Se acerca a ellos y desaparecen la inseguridad y la tristeza y llegan el gozo y la paz. Para el cristiano descubrir el poder transformante de Cristo resucitado es algo real y actual. Frente a un mundo complejo en el que la verdad está en crisis, el cristiano, como los apóstoles, debe asumir una misión que no tiene nada de fácil. Como testigo de la resurrección, tiene que anunciar con valor la verdad sobre el hombre, el mundo, la vida, la eternidad. Son verdades que incomodan a la cultura actual y no tienen buen mercado, pero que son palabras de verdad y de salvación. Sólo en la fe en Cristo resucitado lograremos, como los primeros discípulos, «hacer la verdad en el amor», ser sinceros y acogedores.

El ejemplo de Tomás es aleccionador: no estuvo en el encuentro y «quería ver», «quería tocar», tener pruebas fehacientes de que efectivamente Cristo vivía. La fe cuesta. Exige el abandono en un Dios que pide sólo confianza absoluta. Tomás acaba por escuchar de Cristo palabras rotundas: «No seas incrédulo, sino creyente». Palabras que se nos dirigen a cada uno: «No seas incrédulo», fíate de Mí. De ahí ha de nacer la alabanza, que significa que el hombre reconoce que la salvación viene de Dios y que Dios lo precede en el esfuerzo de cada día. En la I Carta de Pedro se exponen unas fórmulas de fe, que parecen una catequesis bautismal, que animan al agradecimiento y empujan a ser fieles en las dificultades de la vida, más allá del estado de salud o de los avatares, a veces dolorosos, de cada día. El cristiano es, por el bautismo, un ciudadano de una nueva patria; va por la tierra poniendo todo su esfuerzo en el quehacer diario, pero su horizonte es el cielo, la patria eterna.

Está sostenido por una esperanza que no defrauda en la tensión cotidiana. Pone ante nosotros una herencia que no puede perderse, porque tiene su base en el amor misericordioso de Dios, aunque se nutre y ejercita en esta tierra. Así se experimenta lo que Dios pretende para sus elegidos, pretensión que se hace palpable en el inmenso amor de Cristo hacia la humanidad.

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