Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

A los cristianos nos cuesta creer en la eficacia de la Palabra de Dios, en que Él cumple sus promesas, en que la realización de su Reino es incontenible. Porque da la impresión de que nada cambia, de que todo va de mal en peor. En esta situación Jesús pide que tengamos fe. La palabra y la gracia de Dios no pueden fallar. Son como una semilla plantada en el corazón, que, a pesar de todas las dificultades, germina, crece y da fruto. O como la lluvia y la nieve de que nos habla el profeta Isaías. Porque Dios es fiel y nada puede vencer a su bondad.

La semilla del Reino es la semilla del amor divino, capaz de hacerlo todo nuevo. En el cristiano no cabe el pesimismo: su opción fundamental es la esperanza. Pero también es cierto que solo quien, como Abrahán, Israel y Jesús, haya experimentado la bondad y de la fidelidad de Dios, será capaz de creer pase lo que pase, de esperar contra toda esperanza. También sabremos que el alumbramiento de este Reino de libertad, paz, amor y vida, en un mundo de pecado como el nuestro, no puede realizarse sin desgarramiento y dolor, como nos enseña la segunda lectura. Es la extirpación de nuestros egoísmos, mediocridades, inhibiciones.

Por otra parte, no se puede confundir el Reino de Dios con la Iglesia. El Reino supera los límites de la Iglesia. Hay semillas del Reino que crecen fuera de la Iglesia. La Iglesia está al servicio del Reino. No siempre el triunfo del Reino coincide con el triunfo de la Iglesia. La parábola del sembrador invita a poner la fe en la Palabra, en la semilla del Reino. Es ella la que importa, no la tierra. Además, como se desprende del texto de Isaías, la Palabra de Dios tiene fuerza en sí misma para suavizar y abonar la tierra. Por eso, jamás faltará tierra buena que dé fruto.

Dios, al dirigirnos su Palabra, nos honra y, a la vez, nos compromete. Creados a su imagen y semejanza, nos considera capaces de responder a su Palabra. Si Dios hubiera querido salvarnos sin nosotros, sin que nos enteráramos y sin contar con nuestra libre respuesta a su iniciativa, no tendría por qué habernos dirigido su Palabra. Pero no ha sido así. La Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. La Palabra sale de su boca y no vuelve vacía. A pesar de las dificultades que sufre Jesús cuando la pronuncia, nos garantiza que habrá cosecha. ¿Lo creemos? Pablo afirma que «los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». Isaías nos recuerda que Dios no habla en vano. Sembraremos con lágrimas, pero algún día otros cosecharán con alegría. También nosotros, si practicamos lo que anunciamos a otros, estaremos presentes el día de la cosecha, cuando todo se cumpla.

Pero la historia de la salvación no se produce como si fuera una suma matemática, al margen de la libertad y de las conciencias. Todo sucede porque Dios lo dice, pero nada vendrá si los hombres no escuchamos a Dios y acogemos su siembra. Y así ocurre que el anuncio de lo que esperamos se convierte en imperativo de lo que tenemos que hacer.

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