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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Los discípulos querían saber si ellos eran los buenos y «los otros» los malos, ellos los del Reino y «los otros» los del Maligno. Tal vez porque pensaban que «eso del Reino» no estaba muy claro. Por eso esperan que Jesús se decidiera a marcar límites, a clarificar posiciones. Pero no lo hace, y no sólo no lo hace, sino que dice que Dios ni lo hace ni lo quiere hacer; que el Reino es un campo en el que todo está muy entremezclado; y que la criba sólo será posible en el momento final, y nunca antes. Consecuencia: no somos nosotros quiénes para marcar límites y clarificar posiciones en nombre de Dios; es una «competencia que no delega». Ahí late una invitación a que miremos al mundo con la mirada misericordiosa de Dios.

Dios es paciente, da tiempo al tiempo, pero se las ingenia para hacer que la espera esté llena de llamadas y de gracia. La paciencia es una espera amorosa, convencida de que, por don de Dios, cada persona es un ser de posibilidades. ¡Incluso nosotros mismos lo somos! Hace falta esfuerzo por alcanzar actitudes serenas ante todas las posibilidades que se nos abren. Empezaré por ser paciente conmigo mismo y aceptaré los límites que me son propios y que me definen. Amaré a los cercanos tal como son y actúan. Aceptaré las deficiencias de mis compañeros de trabajo o diversión. Sabré dominarme ante las circunstancias y actuaciones deficientes. Pediré como don la paciencia, saber esperar, al estilo de Cristo. Si no, yo mismo seré cizaña.

El Reino necesita tiempo para que cuaje. Sorprendentemente Dios tiene necesidad del tiempo, Él, que está por encima del tiempo. ¿Por qué? El pasaje del libro de la Sabiduría, la primera lectura de este domingo, da una respuesta: Dios es «fuerte»; nadie puede serlo como Él. La fuerza de Dios es tal que Él puede ser, sabe ser justo con todos los hombres. «Tu fuerza está en el origen de tu justicia». De ahí nace el que sea también «paciente». El hombre débil es injusto, porque se ve urgido a demostrarse a sí mismo y a los demás de qué es capaz. Dios, cuya fuerza es evidente, no tiene la misma prisa. Él espera a que los hombres elijan realmente. Como el dueño esperaba a que la cizaña se distinguiera de la semilla buena.

Todo esto es un ejemplo: igual que Dios da tiempo a los hombres para que afirmen plenamente lo que son, así también nosotros debemos darnos tiempo unos a otros. O mejor, debemos dejar tiempo para «gobernar con consideración»; para que crezca plenamente el grano de mostaza; para que fermente toda la masa por la acción tan modesta de la levadura. Tiempo, en fin, para llevar la semilla hasta la siega. En la Eucaristía saboreamos cómo Dios «cuida de todo, juzga con moderación, quiere que el justo sea humano». El Espíritu intercede a favor nuestro y nos da la fuerza de comprender, amar y valorar a los demás, porque nos da la alegría de experimentar qué grande es su amor por nosotros. Estamos en buenas manos.

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