A LA ÚLTIMA
Intimidad
La difusión masiva de fotos íntimas de actrices y cantantes americanas estimularía el debate y la reflexión sobre algunos asuntos transcendentes si no fuera porque hay pocas ganas de debatir ni de reflexionar en serio sobre ellos. La gente se hace fotos en bolas, que no es lo mismo que mirarse en el espejo, y las manda por ahí o las guarda en unas supuestas nubes a las que se atribuye un blindaje que poco se aviene con su naturaleza gaseosa, y cuando empiezan a rular por las pantallas de los ordenadores de medio mundo, entonces repara en la pérdida de la intimidad, en lo terrible que es perderla. Afirmaba no sé quién que la esencia de la mujer es su intimidad, y si se añade que acaso también la del hombre, estoy por creer que es así, como, por lo demás, confirmaría el profundo disgusto de su pérdida, muy parecido al que provoca el ultraje o el allanamiento. Siendo tan caro, tan preciado, ese bien esencial, ¿cómo se entiende el escaso celo en preservarlo?
En su vertiente delictiva, parece evidente que el responsable de semejante pérdida de la intimidad de tantos cuerpos ebúrneos no es otro que el «hacker» que se coló por la rendija de una nube de esas y arrambló con cuanto pudo, a sabiendas del gran predicamento del que goza el voyeurismo informático entre el público en general. Pero en otras vertientes, ya digo, la cosa no está tan clara. Un teléfono móvil de éstos de ahora con los que se puede hacer de todo menos hablar por teléfono es, ni más ni menos, una trampa. ¿Para cazar qué? Muy sencillo: la intimidad precisamente. Todo cuantos somos, hacemos, dejamos de hacer, decimos, escrutamos, comunicamos, pensamos, buscamos, vemos, queda ahí, bien que, fundamentalmente, con el propósito de sacarnos las perras. Sin embargo, por esa herida, por ese canal abierto, se llega fácil a la intimidad, tanto más fácil cuanto va siendo cada vez más superficial.
Claro que en éstos tiempos exhibicionistas, regresivos, cosificadores de la mujer (no sólo de su cuerpo), el aprecio por la intimidad va perdiendo terreno y adeptos. Y los «hackers» lo saben.