Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Tenemos presentes a los que nos precedieron en la fe y esperamos y pedimos que gocen ya de la vida eterna. No es quedarnos en recordar; lo nuestro es también mirar al futuro, donde esperamos reunirnos con ellos. Quedarnos en el recuerdo es vivir con la sensación de haberlos perdido para siempre. No es así. Esperamos encontrarnos con ellos. La «comunión de los santos» nos dice que seguimos unidos a ellos, que siguen vivos, aunque no sepamos explicar muy bien cómo es esa vida. La razón está en que Dios es un Dios de vida y de vivos, no un Dios de muerte. Por eso, vivimos con esperanza.

El Señor Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, llena toda nuestra vida. Por eso no hay lugar para la tristeza. Es tiempo de confianza plena en el Padre-Dios, porque «su misericordia no termina, no se acaba su compasión; antes bien, se renuevan cada mañana». Y plena en Cristo Jesús, porque con su muerte da sentido a la nuestra. Es tiempo, pues, no de duelo y tristeza, sino de plegaria intensa y confiada al Padre-Dios, para que conceda los gozos de la eterna bienaventuranza a los que creyeron en la resurrección futura.

Si todos tenemos un sitio asegurado en la casa del Padre y la salvación es un don gratuito, ¿por qué debemos orar por nuestros difuntos? Rezamos porque la oración es siempre un diálogo renovador con Dios: nosotros le presentamos la vida de los que nos precedieron y pasaron a la otra orilla, porque sabemos que Dios ama a los que quieren permanecer fieles a su alianza. Y sabemos que nuestros difuntos, de una manera o de otra, trataron de andar por la senda del Evangelio. Con la seguridad de que Dios nos escucha, oramos confiadamente. En la Santa Misa celebramos la Muerte y la Resurrección de Cristo: en este Misterio Pascual está la respuesta divina a los que le aman; la luz que nos permite, entre las tinieblas que la muerte provoca, ver el camino y seguir adelante, vivir con la tranquilidad que nos da saber que nuestros difuntos están en buenas manos. Esta serenidad no procede de una especie de insensibilidad o de apática resignación ante el hecho de la muerte, sino del convencimiento de que esta no es el final, no tiene -contra lo que parece- la última palabra. La muerte puede y debe ser vencida por la vida. La perspectiva última del cristiano que vive en gracia de Dios no es la muerte, sino la vida. Una vida «más clara y mejor», porque es vida eterna: más allá de los confines de la vida presente y más allá de la muerte, una participación plena en la vida misma infinita y feliz de Dios.

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