Diario de León
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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

La frase del evangelio de este domingo de que «al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene» era seguramente un refrán popular que dibujaba lo injusta que es la vida. Enterrar el dinero envuelto en un pañuelo de cabeza era, según el derecho rabínico, la protección más segura contra los ladrones y eximía de responsabilidad civil. Pero el criado que devuelve lo mismo que recibió es condenado por holgazán. Sabía que a su amo no le gustaría, pero no quiso complicarse la vida. Hasta pensó que no hacía nada malo. Al fin y al cabo, no había malgastado el dinero en juergas. Ni siquiera llevó el dinero al banco, con lo que perdió unas ganancias en concepto de intereses. Su postura, que él consideraba simplemente conservadora, era en la práctica ruinosa. Pero no era tiempo de obrar con prudencia, si la entendemos como la virtud que aconseja no meterse en líos y convence de que «es mejor no pasarse», como si el no llegar fuese un valor y no un fallo evidente.

El Señor espera que hagamos rendir sus dones. Limitarnos a conservar los regalos recibidos es una actitud insuficiente en el Reino de Dios. Es un error reducir la vigilancia evangélica a una fe bien informada, a una piedad fervorosa, a una lucha angustiada contra las imperfecciones. Todo esto es «previo a» y «en función de» lo esencial del cristiano, que es ser fiel a la misión que conduce a llevar a los demás la esperanza. Es entregarles el Reino de Dios: la verdad, la justicia, la paz, los panes y el Pan. Muchos cristianos entienden la fe como un esconder y conservar los dones recibidos, como hace el criado condenado en la parábola; saben que Dios los salva (algunos ni eso) y piensan que lo mejor es estarse quietecitos y que Dios los coja confesados y comulgados. Saben también que puede venir por sorpresa, pero olvidan que cuando venga nos va a preguntar por cómo actuamos con nuestros hermanos, con los que debemos compartir la fe, la esperanza y la felicidad.

Junto a la parábola de los talentos (los bienes del Reino), san Pablo nos recuerda que nunca seremos sorprendidos por un fin imprevisible. Y nos da una razón: el creyente tiene la luz de la fe y vive su futuro sin incertidumbre, como en pleno día; el creyente conoce ya el «sabor» de todo lo que espera.

La fe es un talento que debemos hacer rendir. Somos depositarios de algo que tiene un valor más fabuloso que las enormes cantidades de dinero citadas en la parábola. Enterrarla en el mero cumplimiento, en la rutina, o en la estricta intimidad, es hacerse merecedores de la repulsa del Señor. Es preciso vivirla, alimentarla, testimoniarla y contagiarla. Cada uno lo hará con su peculiar estilo de negociar. Y sobre todo con la valentía que nace de saberse asistido por el Espíritu Santo.

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