Diario de León
Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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Liturgia dominical

El primer día de la semana, el siguiente al sábado, María Magdalena y las demás mujeres hicieron correr la voz de algo sorprendente e increíble: Jesús no ha sido engullido para siempre por la muerte. Es la victoria del amor de Dios más allá de todo el mal que los hombres somos capaces de hacer. Es la Vida sin límite de Jesús, el maestro crucificado.

Cuando anochece, juntos en la casa, todos comparten el desconcierto y el miedo. Pero... algo cambia en ellos: experimentan la presencia, la fuerza, la paz, el amor vencedor del Señor Resucitado. No podemos imaginar cómo fue aquel momento, qué sintieron y vivieron aquellos discípulos. Sí sabemos que, de lo experimentado por ellos entonces, vivimos todavía hoy nosotros y vivirán miles de personas que a lo largo del tiempo se saben llamadas por la palabra salvadora de Jesús, muerto por amor y resucitado para hacernos vivir con él y como él.

Desde aquel domingo, los cristianos nos hemos ido reuniendo en ese día de la semana miles de veces, hasta hoy. El domingo los cristianos, reunidos, sentimos que el Señor nos da su paz y nos envía a ser testigos de su misma vida, la que se fundamenta en el amor más profundo a todo ser humano. Aunque eso cueste y lleve a la cruz. Nos da su Espíritu Santo, que nos hace portadores de su misericordia. Y eso a pesar de nuestras dudas, porque ya desde el primer día el encuentro con Jesús es un encuentro que choca con la incertidumbre incluso de sus íntimos. Como es el caso de Tomás. Y el nuestro, en algunas ocasiones. Sin embargo, Jesús lo entiende perfectamente y, a pesar de nuestros titubeos, se nos acerca y nos ofrece su paz y su alegría.

La alegría es el signo de la presencia de Cristo resucitado, aunque no siempre sea así, a juzgar por nuestras conductas. Un ejemplo: a menudo reducimos la alegría a la satisfacción que nos produce tener dinero, éxito en los negocios o triunfos personales. Al llegar los momentos difíciles, brota en nosotros el pesimismo, la amargura, el resentimiento. Si nuestra fe no es capaz de mantener la paz interior en los momentos duros, tendremos que preguntarnos para qué sirve la fe. Una cosa será segura: no es la de Cristo Resucitado. La alegría brota de la Pascua; es casi una orden de Jesús. Y es un don. Convendría preguntarnos qué podemos hacer para vivir este gozo en nuestras comunidades, fuera y dentro de los templos. Cada Misa dominical debiera ser una ocasión para vivir y compartir la alegría. Para ello necesitamos crear un clima sencillo y espontáneo, que nos equipe para celebrar la fiesta de haber vivido una semana de amor y de servicio a los demás.

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