Diario de León
Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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Liturgia dominical

Dios nos sorprende con frecuencia. Por ejemplo, con el respeto exquisito ante nuestra libertad. Si no queremos dejarnos sorprender, si nos cerramos en banda en nuestras ideas y prejuicios, Dios no va a forzar las cosas; de ello podemos estar bien seguros. Dios tiene «cierta tendencia» a no actuar de la forma y por los caminos que nosotros esperamos. En todo caso, solo podemos tener una certeza: donde menos lo esperas, donde menos lo imaginas..., allí puede aparecer, hablar al hombre, comunicarse con él. A Dios hay que esperarle, no intentar forzarle para que se nos manifieste.

Jesús no entraba en los esquemas de los israelitas de su tiempo, no era lo esperado. El pueblo judío aguardaba un mesías poderoso, de noble cuna, mano firme, ejército invencible... El carpintero de Nazaret, el hijo de María, no respondía a esas señas, a esas expectativas. Por tanto, «desconfiaban de él». Muchos desconfiaron de él desde el principio hasta el fin: cuanto más «seguros» estaban de sus ideas (es decir, cuando más cerrados estaban a Dios, en definitiva), más seguros estaban de que Jesús actuaba incluso en nombre del Demonio (Belcebú). Para ellos, la cruz fue la confirmación humana y divina de que sus sospechas, sus recelos, su desconfianza, estaban en lo cierto.

Lo grave sería que también entre nosotros, hoy día, se dieran esos o similares recelos y desconfianzas. Por ejemplo, si no nos habremos construido demasiado fácilmente, demasiado «racionalmente», un cuadro de cómo es y actúa Dios, y rechazamos todo lo que de ahí se salga. Recordemos un texto del Concilio Vaticano II: «...en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes en cuanto que..., con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios».

Uno de estos «defectos de la vida religiosa» a los que hace referencia el Concilio bien puede ser, precisamente, éste de aferrarnos a un Dios pequeño y empequeñecido, tanto que incluso nos cabe en la cabeza. Esta postura o convencimiento a mucha gente que busca sinceramente el genuino rostro de Dios, no les puede satisfacer en absoluto. Como tampoco a nosotros, que, si bien que de forma inconsciente, desconfiamos del Dios vivo y verdadero y nos entregamos a nuestros ídolos, hechos a nuestra medida, nuestro interés, nuestra conveniencia o nuestra ideología.

Nos emocionamos ante el Niño Jesús de los portales, pero apenas nos asomamos al misterio de amor y solidaridad que significa. Rezamos el padrenuestro, pero apenas hay forma de que aceptemos realmente su voluntad, sobre todo en ciertas circunstancias. Nos impresiona la cruz, pero la hemos suavizado haciéndola joya o adorno, porque como instrumento de tortura, como signo de hasta dónde puede llegar el hombre cuando rechaza a Dios, nos parece muy «fuerte». Nos admiramos ante el ejemplo de los santos, incluso hasta somos devotos suyos llenos de entusiasmo, pero expurgamos sus biografías para quedarnos con lo más espectacular y lo más inofensivo, y además nos negamos —con la excusa de que ellos son «otra cosa»— a intentar tenerlos como modelos. Necesitamos, pues, pedir cada día sabiduría para conocer la voluntad de Dios y la fuerza necesaria para cumplirla.

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