Cerrar
Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

Creado:

Actualizado:

En:

Liturgia dominical

El evangelio de este domingo ofrece alguna sorpresa sobre los efectos de la comunión eucarística: Jesús nos asegura que los que le coman tendrán una estrecha relación personal con él («El que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en él»), como se ve en la conocida comparación de la vid y los sarmientos. La vida de éstos les viene de «permanecer» unidos a la cepa. Pero hay más. La unión con Jesús va a ser como la que Él tiene con el Padre: «Igual que yo vivo por el Padre (del Padre), que vive y me ha enviado, así quien me come vivirá por mí (de mí)». La palabra de Cristo sigue fiel hoy día: él mismo es nuestro alimento y nos comunica su propia vida. El pan y el vino de la Eucaristía, de un modo misterioso pero real, son su misma Persona que se nos da para no desfallecer por el camino y tener vida en abundancia. La Misa no es sólo un rito o un precepto a cumplir; es un encuentro que transforma nuestra vida. La carta a los Efesios que leemos en estos domingos, nos habla de vivir llenos del Espíritu, elevando a Dios salmos y cantos de alabanza, y «celebrando la Acción de Gracias por todos en nombre de Cristo», o sea, con la Eucaristía como centro y motor de la vida personal y comunitaria. La Eucaristía es un «banquete», una «comida». El hombre necesita alimentarse para subsistir. No nos autoabastecemos; la vida nos llega desde el exterior. Esta experiencia de pobreza y dependencia nos conduce al encuentro con Dios creador, amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado como quien nos salva definitivamente de la muerte.

Pero no comemos sólo para nutrir el cuerpo con nueva energía. Estamos hechos para «comer-con-otros», sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternidad. Más aún, la comida, cuando es convite o banquete, encierra el sentido de fiesta y ocupa un lugar central en los encuentros más importantes. Celebrar la Eucaristía obliga a preguntarse dónde se alimenta en realidad nuestra existencia, cómo se comparte la vida con los demás, cómo se nutre la esperanza y el deseo de la fiesta final. Cuando uno alimenta su hambre de felicidad de todo menos de Dios, o disfruta egoístamente distanciado de los que viven en necesidad, o arrastra su vida sin alimentar el deseo de un festejo final abierto a todos, ni celebrará dignamente la Eucaristía ni entenderá las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».

Por eso la Fiesta de la Asunción de María que celebramos hoy, nos recuerda que el triunfo de María es la culminación de una vida fiel, abierta a Dios y a los demás, coherente, gozosa y ocupada en el seguimiento de Jesús.