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Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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Liturgia dominical

Es lo que pedimos el domingo al comenzar la Misa: que la gracia del Señor «nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien». Es el modo de situar el sentido de la Eucaristía: a ella llegamos con el peso de la vida semanal (los éxitos y fracasos «en el obrar el bien») para acoger la gracia (en la Palabra y en la Eucaristía) que nos ayudará («nos preceda y acompañe») a lo largo de la semana.

Así se entiende mejor el relato del joven rico que quiere seguir a Jesús, pero a «coste cero», sin renunciar a nada. Si nuestro único bien es Dios, ¿no abandonaremos todo con tal de conseguir lo único realmente bueno? Jesús, con palabras claras, le indicó que se desprendiera de todo, diera el dinero a los pobres y le siguiera. ¿Por qué Jesús se lo pidió? Lo primero fue porque lo amaba. Los judíos pensaban que las riquezas eran signo del amor de Dios; ahora la buena noticia revela que el signo de ese amor es Jesús mismo, el Salvador. Él nos trae la total liberación, también la del corazón frente a las cosas y sus ataduras.

El Sínodo Diocesano de León, clausurado casi hace 20 años, lo decía con palabras dignas de recuerdo: «Nuestra Iglesia espera, con todas sus fuerzas, el nuevo tiempo y quiere trabajar, hasta el agotamiento, en habilitar las condiciones oportunas para que se haga posible. En este quehacer, ilusionado y recio, estamos cimentados en la misma fuerza que vino sobre el colegio apostólico el día de Pentecostés. La confiada audacia de aquellos hombres fue el origen histórico de la expansión de una Iglesia que no ha debido dejar enfriarse, con el correr de los tiempos, el amor primero. Nada podrá intentar esta Iglesia, si no se fía radicalmente de la única fuerza, la asistencia del Espíritu Santo, que hace posible la incorporación al amor trinitario de Dios, que afianza en la comunión fraterna y que impulsa a la misión con fuerzas renovadas».

Hoy seremos discípulos de Jesús si ponemos nuestras vidas y bienes a disposición de quien nos necesite. Los apóstoles, ante lo exigente de la opción, se veían incapaces de asumirla. No percibían que, si para todo necesitamos que Dios nos ayude, para vivir los valores del Reino, más. Por eso les dice: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». ¿No estará aquí la razón de nuestras vidas ramplonas y egoístas? ¿No será que, para vivir el evangelio, ni pedimos a Dios su gracia ni la acogemos como debiéramos? Para ser un buen discípulo de Cristo, hace falta pedir que Dios haga posible lo imposible.

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