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Liturgia dominical JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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L a parábola del hijo pródigo es una joya literaria y es un fogonazo que ciega y entusiasma; es una pintura que retrata miseria y misericordia, el corazón del hombre y el corazón de Dios. Dos polos que se atraen: mezquindad y generosidad, vacío y plenitud, tristeza y gozo.

Es fácil reconocernos nosotros, total o parcialmente, en los rasgos del hijo pródigo. Como él, hemos reclamado la herencia de Dios y, como él, todos pretendemos vivir a nuestras anchas. En esto consiste el pecado: en usar lo que hemos recibido de Dios sin contar con Él; peor aún, procurando que Él no se entere. Porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios: la existencia, el cuerpo, la inteligencia, la familia, la Iglesia, el mundo…, todo. Pero no siempre actuamos como administradores de lo recibido en depósito; pretendemos emanciparnos y disponer a nuestro antojo, aun en contra de los planes de Dios. Una desafortunada idea de propiedad privada hace que pretendamos vivir sin contar con nadie, egoístamente, como si los demás no fuesen también seres humanos. Si el pecado ofende a Dios, es porque todo pecado es una acción inhumana, a veces contra el prójimo, en quien Dios nos sale al paso.

También podemos reconocernos, como en un espejo, en la actitud raquítica del hermano mayor. El desprecio del hermano descarriado refleja muy bien el nuestro ante los delincuentes, prostitutas, maleantes o pecadores. Todo esto nos acarrea la amonestación evangélica por creernos mejores que los demás por el hecho de que no se nos descubren las miserias propias, ocultar nuestras faltas y exagerar las del prójimo, fingir escándalo ante la inmoralidad consentida, quedarnos pasivos ante el pecado como si no fuera también cosa nuestra y especialmente la falta de comprensión y tolerancia ante el pecador. Somos demasiado dados a criticar los defectos del prójimo, pero no aceptamos reconocer nuestros pecados y errores.

Los hombres somos así: pecadores y a la vez inmisericordes con el pecador. Dios no es como nosotros. Dios es Padre y nos quiere de verdad, no por lo que hacemos, sino porque somos hijos suyos, pecadores o no. Nos quiere, no por ser buenos, sino porque Él es bueno. Este amor de Dios es el único que puede hacernos buenos, sacarnos de la maldad, librarnos del pecado, alentarnos hacia el bien. En efecto, «el nombre de Dios es Misericordia».

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