Valor de la mirada
U Una verdad sorprendente del cristianismo es que lo que salva es la mirada. Ejemplos en la adúltera y en Zaqueo. La mirada de Cristo es creadora, llama a la existencia, despierta lo mejor de nosotros y desvela las posibilidades. A la mirada de Cristo no le basta un «poco de bueno», sino que saca a la luz lo mejor de cada uno. He aquí un testimonio significativo: «Conocí a una persona a cuyo lado uno se sentía uno mismo y palpaba lo mejor de sí. Cuando le pregunté cuál era su secreto, me respondió con sencillez: basta dirigirte a quien está ante ti como si no existiese en el mundo nada más que el bien de esa persona».
La novedad cristiana se ve claramente en la actitud que Dios, en Cristo, que destruye el pecado, pero salva al pecador. En el relato de la mujer adúltera, vemos cómo el perdón misericordioso de Dios se adelanta a cualquier acción humana: Dios perdona con gratuidad total, aunque exige que el pecador se tome en serio su propio pecado y no vuelva a él. Por ello, Jesús, después de decirle a la mujer «tampoco yo te condeno», añade: «Anda, y en adelante no peques más». Así nos enseña que no debemos condenar nunca a nadie, pero hemos de ayudar a que todos rechacen el pecado. Este admirable equilibrio de Cristo entre misericordia con el pecador y severidad con el pecado es difícil de imitar. Si somos tolerantes, fácilmente caemos en el indiferentismo. Si nos aferramos a los principios éticos, nos volvemos duros con las personas y faltamos al amor. Otra cosa aún peor: somos tolerantes con nosotros mismos e intransigentes con los demás, como hacían los letrados y fariseos que acusaban a la adúltera. Dejemos el juicio a Dios y dediquémonos a ver al otro como queremos que Dios nos mire.
Este domingo pedimos «vivir siempre de aquel mismo amor que llevó a Cristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo» (oración colecta). Cuando vivamos de ese amor, seguir a Cristo será algo ilusionante. Pasar de una vida religiosa adulterada la comodidad y el legalismo a una vida de verdadera fe que provoca al amor, es la obra que Dios realiza en nosotros. La conversión auténtica comienza cuando cada uno dice: «Yo, pecador...», y deja de decir: «Tú tienes la culpa». El cristiano no es quien cuenta sus buenas obras y méritos y pasa a Dios factura por ellos, sino quien pone su confianza en Cristo que ha de volver y se abre a su misericordia.