Diario de León
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Cada día su afán José Román Flecha Andrés
León

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T odos nos invitan a ser comedidos y prudentes. Pero la prudencia es a veces concebida como la actitud típica de los cobardes. O como el retraimiento cauteloso de los escarmentados. Se atribuye esta virtud a la vejez sabia y experimentada, pero se la asimila con excesiva frecuencia al desencanto. En la opinión popular, la persona prudente, precisamente por serlo, parece evitar el riesgo y conservar el ritmo y el espacio de la dorada mediocridad.

La prudencia es absolutamente necesaria en la vida del hombre. Sin ella, ni la justicia sería justa ni la fortaleza es realmente constructiva. Por eso Santo Tomás la calificaba como «madre» de las virtudes. El bien ha de ser prudente. La prudencia nos revela la realidad y la verdad última del ser humano.

En su diálogo con Evodio sobre el libre albedrío, San Agustín definía la prudencia como «el conocimiento de las cosas que debemos apetecer y de las que debemos evitar». Ese conocimiento y aprecio firme del bien es la verdadera sabiduría, como ya habían escrito los filósofos griegos.

En realidad, la prudencia consiste en la acertada percepción de las condiciones, en la elección ponderada de los objetivos, en la comprobación cuidadosa de los métodos y las técnicas y en la evaluación de los efectos.

Ahora bien, cada uno parece tener su propia medida a la hora de calificar como prudentes o imprudentes las acciones propias y las ajenas. Según sean los ideales y valores de la persona, así se considerará prudente un determinado comportamiento con las cosas o con las personas y hasta con el mismo Dios. Cada uno es prudente o desenfadado, según la idea que tiene de sí mismo. O según los valores e intereses que trata de preservar en cada caso.

También ante las demandas de Dios el ser humano se plantea la cuestión de la prudencia, al preguntarse por las exigencias prácticas de su fe o por los límites de su entrega. Lo malo es que al creyente Dios suele pedirle decisiones y acciones que a todas luces resultan imprudentes a los ojos humanos. Ante Dios, la prudencia parece convertirse en una curiosa mezcla de sencillez y generosidad. En «discreción», tal vez.

Jesús invita a sus discípulos a ser prudentes como las serpientes del desierto, pero también alaba en ellos la sencillez indefensa de las palomas (Mt 10,16). Él mismo contrapone los «sabios y prudentes» de este mundo a la ingenuidad desvalida de los pequeños (Lc 11,25).

El administrador «fiel y prudente» es el que cumple con responsabilidad el mandato de su Señor y vive la esperanza vigilante de quien aguarda su venida.

Para el cristiano, en consecuencia, la prudencia está a un paso de la verdadera libertad que nace siempre de la pobreza de espíritu y de la humilde osadía de la esperanza. No está lejos del testimonio de la fe.

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