De aceite, vinagre y sal
caius apicius | madrid
Decía, en el siglo XV, Jorge Manrique, en las conocidas coplas por la muerte de su padre, que son lo más opuesto que se puedan imaginar a las coplas en el sentido actual de la palabra, aquello de «cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor». Negaremos la mayor: en el terreno objeto de estas crónicas, el gastronómico, cualquier tiempo pasado fue notoriamente peor, digan lo que digan los nostálgicos.
Hubo una década prodigiosa: los años 80 del siglo pasado. Ahí empezó a cambiar todo. Influyeron muchas cosas, y no fue la que menos lo hizo la entrada de España en la entonces CEE, en 1985, que suprimió los aranceles a muchos productos europeos y los puso a nuestro alcance. Aliñemos una sencilla ensalada. Con el aliño tradicional: aceite, vinagre, y sal. Seguramente ninguno de esos tres elementos tiene nada que ver con los que usaban nuestras madres o abuelas, según la edad. Hoy es inconcebible un aceite que no sea virgen de oliva. Y, a partir de ahí, elegiremos procedencia y variedad de aceituna con la que se elabora. Por aquel entonces, del aceite virgen se decían barbaridades: que «sabía» mucho, que era muy fuerte... A la gente le preocupaba el grado de acidez, del que hoy no se ocupa nadie. Y sólo había cuatro denominaciones de origen: Baena, Borges Blanques, Sierra de Segura y Siurana. En aquel decenio surgió una marca pionera: la de los hermanos Núñez del Prado, con almazara en Baena. Una almazara, ya les adelanto, ejemplar. Ellos obtenían su mejor aceite no ya de la clásica primera presión, sino de la propia separación en un cilindro giratorio, a temperatura controlada, del hueso y la pulpa de la oliva. Entonces había sal gorda y sal fina; como mucho, sal marina y sal gema. Hoy hay ¡hasta cartas de sales! Vinagre. Antes, industrial. Hoy... también, para qué nos vamos a engañar. Hablo de esos ‘balsámicos’ que se usan a troche y moche, de precio ínfimo.