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Liturgia dominical JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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L as lecturas de este domingo invitan a no vivir adormecidos. Dios ama, pero también exige fidelidad seria a su amor. También sabemos que esta fidelidad puede acarrearnos problemas. Es difícil de imaginar la impresión que en los circunstantes produjeron las palabras de Jesús cuando anunció la destrucción del Templo de Jerusalén. Para un judío, el Templo era el compendio de su fe, quizá la razón más clara de su existencia como pueblo, la materialización de la alianza entre ellos y el Dios que los había elegido para ser el depositario de su voluntad. El Templo de Jerusalén era para un judío la seguridad: mientras hubiera Templo, él sabría cómo tenía que vivir. Si el Templo faltaba, ¿cómo y por dónde caminaría hacia Dios? El sentimiento de seguridad es uno de los más estimados por el hombre, concretamente por lo que hace a sus relaciones con Dios. También nosotros queremos saber cómo y por dónde llegaremos a Dios, por lo que nos encanta una religión formalista que diga puntualmente lo que tenemos que hacer. De ahí que, por ejemplo, cuando a nuestro alrededor se destruye el «templo» de un cristianismo sociológico, muchos cristianos quedan con la sensación de que todo se derrumba.

Sin embargo, ese hecho puede ayudar a purificar la fe y a ofrecerla de modo coherente. Cuando es posible -por ejemplo- divorciarse con facilidad, el cristiano puede mostrar el espectáculo maravilloso de un amor lleno de ternura y de entrega, que aspira a la fidelidad y a la permanencia hasta la muerte. Cuando triunfa la idea de que «cada uno se las arregle como pueda» y el mundo se parece a una selva donde prima la ley del más fuerte y se arrincona a los débiles, el cristiano podrá gritar que su fe proclama que ha nacido para servir y no para ser servido. Cuando se consagra el derecho a disfrutar del propio cuerpo como y donde le plazca a cada uno y se prescinde de un tipo de relaciones que pierden su dimensión humana, el cristiano podrá mostrar su estima de la vida, por encima de todo.

El evangelio del fin del mundo es una llamada a reavivar nuestra esperanza: Jesús, que está a punto de ser exaltado en la cruz, volverá y completará la obra iniciada por la misericordia de Dios. Pero todo eso no sucederá sin nosotros. No hay, pues, espacio para la evasión y dejar que Dios lo haga todo. No hay razones para que cada uno se cierre en lo suyo, mientras espera que Dios se encargue de todos. Pero tampoco hay motivo para la prisa y la chapuza, sino para la paciencia y la responsabilidad inteligente y solidaria. Y para un estilo eclesial más familiar; no en vano hoy se celebra también el Día de la Iglesia Diocesana.