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Cada día su afán José Román Flecha Andrés
León

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C omo sabemos, del 18 al 25 de enero se celebra el Octavario de oraciones por la unión de los cristianos. Hace ahora 50 años, en su audiencia del 18 de enero de 1967, el beato Pablo VI nos entregaba una pauta inolvidable. Hoy nos sorprende aquel lenguaje tan apasionado con el que él mismo se planteaba las preguntas. He aquí una muestra:

«¿Podríamos ser insensibles al coro de oraciones que en estos días y en todas las partes del mundo elevan tantos fervorosos hijos de la Iglesia católica, tantas comunidades de fieles piadosos y conscientes, tantas asambleas de creyentes, reunidos expresamente por la invitación a una especial oración por el restablecimiento de la unidad cristiana en una única Iglesia y con voces tan sinceras, con sentimientos tan íntimos y buenos, con una caridad tan recta y amplia, que nos hacen suponer que es el soplo del Espíritu Santo quien las llena?»

Tras ese retórico interrogante, aludía él a las oraciones, igualmente ardientes y sinceras que se elevan en otras Iglesias y comunidades eclesiales que, aunque separadas, comparten con nosotros la fe cristiana y el mismo bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad.

Hacía un año y medio que se había concluido el Concilio Vaticano II. Pablo VI nos exhortaba a leer el decreto sobre el ecumenismo para reflexionar sobre los principios doctrinales y las normas prácticas que allí se contienen. De esa forma, todos podríamos comprender que «el ecumenismo supone y exige una auténtica adhesión a Cristo. Es un problema de fidelidad a su palabra, a su caridad, a la herencia que nos dejó, a la comunión iniciada y organizada por él, a su Iglesia».

Eso significa que el ecumenismo es una llamada urgente, pero compleja. No puede reducirse a un simplismo, ni a un irenismo superficial. ¿Qué significa eso? Significa que «el acercamiento de los hermanos separados ha de hacerse con un gran respeto y gran comprensión de los valores verdaderamente cristianos que ellos poseen y también con el deseo de aprender de ellos lo que de verdadero y de bueno pueden darnos. Pero eso no debe socavar la integridad de la fe católica ni nuestra disciplina eclesial, ni debe guiarse por la fácil crítica de nuestras cosas y la disposición al mimetismo de las cosas de los demás, aunque sean buenas y respetables».

Finalmente, el Papa reconocía que el ministerio pontificio constituye para muchos hermanos separados una enorme dificultad. Sin embargo, les dirigía unas hermosas palabras de acogida: «No temáis. No tengáis miedo de quien sabe que lleva consigo una autentica representación de Cristo, de quien quiere reconocer y honrar vuestros valores cristianos, de quien os invita al diálogo y a la paz, de quien os saluda y bendice con el gesto de Pedro». Han pasado cincuenta años, pero esas palabras de Pablo VI no han perdido actualidad.