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CORNADA DE LOBO pEDRO TRAPIELLO
León

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D e las muchas cosas que hacían los astures, según cuentan los historiadores y espías que mandó Roma a fisgar estos confines tras las primeras tropas, fascinan dos extremos referidos a las mujeres: que podían parir ellas solas sin asistencia alguna, incluso si les llegaba el parto en el campo de labor, al ser ellas las que araban, tarea que interrumpían, pero que reanudaban una vez parida la criatura que dejaban arropada y a salvo en algún arbusto, arre, Hermelinda, arre... y que era la hija mayor y no el varón a quien se transmitía la herencia, o sea, mandando lo matrilineal, si no el matriarcado, lo que viene a explicar ese decidido carácter gobernante de la mujer cazurra con su toque de repugnantina, como se deduce del diccionario de trinchera que va en mi morral, «Leonesa: paisana con faltriquera detrás de... todo »... y el su paisano, con boina y tras una sebe.

Otras cosas llaman también la atención en aquella gente astur, no tan primitiva como pudiera pensarse (chifla su orfebería, pincha Arrabalde)... cosas como que comían en corro (cucharada y paso atrás, ¿hay otro modo?, ¿hacerlo en fila?)... que realizaban luchas gimnásticas (alguno quiere fechar ahí el natalicio de la lucha leonesa, pero en todo tiempo y lugar el pueblo cazador o guerrero se entrenó con simuladas peleas regladas o a hostia limpia en el bar)... que llevaban el pelo largo y atado atrás (normal en unos broncos antisistema de Roma; la coleta radical viene de antiguo)... que vestían pieles (pues lo llevarían claro hoy, el animalismo les pondría leggins)... que bebían cerveza y raras veces vino, comprado lejos, en tierras del sur, y que nada más llegar se lo ventilaban aquella misma noche con una fiestuqui despendolada (alegría, hoy comamos y bebamos y folguemos, que mañana moriremos)... ah, y que comían pan de bellota.

¡¡Pan de bellota!! Eso es cemento. Te cae una hogaza en el pie y te esferula el juanete. Pero resulta que vine a hablar de la cecina astur que no cita ni Estrabón, pero a mí se me acaba el papel y, sin duda, al lector las ganas. Aplacemos, pues. Y resignémonos: nuestros abuelos comían bellotas.

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