El voto de Agamenón

Hace poco menos de cien años las mujeres no podíamos votar. Y no lo hacíamos porque los hombres creían que no teníamos la suficiente capacidad intelectual para atisbar el alcance de nuestra decisión, que nuestra dotación genética no hacía posible que tuviéramos clara la diferencia entre el bien y el mal. Pero la paradoja absoluta está en que fue una mujer de izquierdas la que con mayor afán se opuso a que el derecho al sufragio llegara a sus congéneres. Victoria Kent pensaba que éramos lelas y votaríamos a quien nuestro marido o nuestro padre nos dijera, y como los hombres votaban mayoritariamente a la derecha… «Es peligroso conceder el voto a la mujer», dijo la tía, a lo que Clara Campoamor contestó aquello de que ella se sentía ciudadana antes que mujer.

Las cosas no han cambiado demasiado desde entonces. Los españoles seguimos sin tener claro lo que entraña la democracia. Ahí está Carolina Bescansa, diciendo que si hubieran votado los menores de 40 (tan sólo) Podemos estaría gobernando. Un diputado del PP la contestó que si lo hicieran únicamente los niños, Peppa Pig estaría en La Moncloa. A lo que voy. Hay gente que vota por su propio interés, otros tienen en cuenta el bien común, los hay que no tienen ni idea, algunos votan al candidato más cañón, otros eligen por lealtad familiar… en León la mayoría vota en contra de su propia supervivencia y en Estados Unidos, en una especie de venganza de la historia, han puesto de presidente a Trump. Hay electores que, ante la tesitura de decidirse por un candidato, ponen en marcha un análisis situacionista y otros, simplemente, piensan quién les va a subir los impuestos. La buena (o mala) noticia es que da igual. Todo eso da igual. En eso consiste la democracia, en que el voto de un porquero valga lo mismo que el de Agamenón. Por eso el sufragio universal es eso, universal. Y todo esto para decir que si una persona con síndrome de Down o un discapacitado no puede votar, la mayoría tampoco deberíamos.