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El baile del ahorcado Cristina Fanjul
León

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A quí, en un hoyo». Leo una entrevista a Eduardo Arroyo. Se la hace Peio H. Riaño, con lo que sé, antes de comenzar a leer, que el tiempo será recuperado. Dice, entre otras muchas cosas, que es un pintor viejo y desubicado. Hubo una época en la que leía con voracidad todo cuanto podía sobre Eduardo Arroyo y recuerdo precisamente eso, esa declaración rotunda y trágica que hacía en Exposición Individual, la larga entrevista con Alberto Anaud: «En un hoyo de Laciana», repetía. Siento hablar de memoria, pero aún a riesgo de caer en la invención, siempre es mejor decir las cosas según las recuerdas, pasadas por el crisol de todas las imágenes que la vida va mezclando y falseando. Así que puede que no fuera precisamente eso lo que dijo Eduardo Arroyo, pero es la perspectiva que mi forma de entenderle me transmitió. Hablo de Arroyo porque es uno de los artistas que aún tiene la convicción de que posee una voz propia y —lo que es más importante en un lugar tan pacato como España— se atreve a utilizarla. Eso de que los artistas hablan a través de su obra está muy bien si no fuera porque es una majadería. Y Eduardo Arroyo no se pliega a las simplezas. Huérfano, cuenta su infancia con la ironía del que ya sabe que da igual, que a pesar de los premios, los reconocimientos, los halagos, que al final, en ese bucle de recuerdos que la vida te proporciona, de lo que uno se acuerda es de aquel tío que, a punto de subirte al tren del destierro voluntario, te da la propina para que veas mundo y le traigas la vuelta. Así que después de todo, después de París, de Positano, después de Vivir y dejar morir , tras sus caricaturas y pastiches, después de su afán por el triunfo de la vida burguesa, detrás de las bambalinas, del boxeo, del toro, de las moscas, de vez en cuando y sin darse cuenta, Eduardo Arroyo se quita el disfraz, y lo hace para pensar en el lugar en el que quiere que un día, cuando sea, que ese día, y en Robles de Laciana, alguien cave un hoyo para enterrarle, puede que cerca del lugar donde pacen los unicornios a la luz de la luna.

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