El baile del ahorcado
Umbral
Yo conocí a Umbral. De lejos. Nada de intimidades. O sea, que no fue recíproco. La fórmula adecuada podría ser que vi a Umbral, le observé durante una tarde entera. Fue hace ya tanto tiempo que comienza a diluirse en esa esfera en la que confundes la memoria con la imaginación, en la que ya realmente no sabes qué es fruto de la realidad que viviste y del deseo en el que todos amoldamos la vida que nos gustaría recordar. Yo tenía 21 años y estaba sentada frente a Francisco Umbral, recostado de soslayo, distante, apático y ausente junto a una mujer que se daba un aire a Karen Blixen pasada por la licuadora. Luego me enteré de que era una ex, entre otros del hijo del dictador Trujillo. Se llamaba Lita y Lita no paraba de hablar de la jet set. Lo hacía de manera atropellada y volteándose hacia delante, como una gallina que se pavonea, cocoreando (que diría un mexicano) al escritor, que seguía recostado, lejano y con mueca de los cínicos que sólo tratan de impostar la amargura. No sé por qué me he acordado de aquel momento. Supongo que porque han pasado más de veinte años y no recuerdo la mayoría de las cosas que han pasado entre medias. Supongo que porque este año se cumplen diez de la muerte de Umbral. Supongo que porque me ha costado todos estos días comprender la estética, la paradoja que Umbral escondía con su sobreactuación. «Seré otro», dijo en una de sus obras mientras componía las notas de una sinfonía del desapego. Y lo fue, fue otro en una época que se le volvió póstuma demasiado pronto. Lo entenderán cuantos hayan leído Mortal y rosa, esa jauría de pensamientos sin domesticar, ese poema que nos va comiendo las vísceras, como los buitres a Prometeo. Umbral nos muestra el camino de iluminación y nos coge de la mano para que descubramos que a él llegamos tras haber atravesado el país de las sombras. «El universo es una geometría inútil, una matemática obstinada y loca, que se cumple ciegamente, que se demuestra a sí misma vanamente, y en todo este juego de fuerzas ociosas hay siempre un niño que sufre», dice en uno de esos versos que desgarran con la brutalidad de la certeza porque, como dice el escritor mientras arrulla el recuerdo de su hijo muerto, la muerte hay que vivirla en vida.