Diario de León

«La labor de los misioneros no la hacen las oenegés ni la ayuda internacional»

En Burundi le pasaron las balas por encima de la cabeza. Begoña Escudero Torío se dijo cuando tomó los hábitos de las Benedictinas de la Providencia: «La mitad, no. O todo, o nada». Se fue a Burundi durante más de veinte años y luego a fundar una misión en Costa de Marfil con la guerra recién declarada y las fronteras cerradas. Es la delegada diocesana de Misiones de León

Begoña Escudero en la delegación de Misiones de León, calle Sierra Pambley, 6. SECUNDINO PÉREZ

Begoña Escudero en la delegación de Misiones de León, calle Sierra Pambley, 6. SECUNDINO PÉREZ

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ANA GAITERO | LEÓN
León

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Tenía 23 años cuando aterrizó en Burundi. Había estudiado en Palencia en el colegio de las monjas fundadas por Santa Benita y después de hacer el novicidado y cursar estudios de Enfermería y matrona en Italia se convirtió en misionera.

Burundi había sido una colonia belga y cuando llegó al país en 1978 ya existían las hostilidades étnicas que en los 90 cuajaron en una de las guerras más cruentas y salvajes de las que se ha dado cuenta. La minoría tutsi ‘heredó’ el poder de la metrópoli y la mayoría tutsi tenía, y aún tiene, negados todos los derechos, empezando por la educación.

Los hutus eran tan dóciles, tenían asimilada de tal manera su inferioridad, que entre las muchas anécdotas que puede contar la leonesa Begoña Escudero Torío hay una que ilustra la opresión: «A los hutus que estudiaban les perseguían y les mataban. Una vez (los tutsis) se llevaron a unos a un bosque para matarles. Se les acabaron las balas y les dijeron que esperaran que iban a por más munición. Cuando volvieron se los encontraron allí, esperando».

Un país donde los príncipes se divertían viendo pasar a los hutus mientras les tiraban flechas no podía augurar más que calamidades. Le tocó estrenarse con una epidemia de cólera. En la misión, las monjas tenían un centro de salud y al lado había un centro de formación profesional que estaba a punto de inaugurarse. Se lo encontró lleno de camas con un agujero en el medio y un cubo debajo. «Aquello parecía un lago... Te puedes imaginar».

No se echó para atrás. Ya lo había dicho cuando se hizo monja: «La mitad, no. O todo, o nada». Empezó a trabajar con niños malnutrido, afectados de cuasiorcor (con la barriga hinchada por falta de proteínas), marasmo (con las costillas marcadas por falta de nutrición general) y con el estómago por las lombrices que les penetraban por los pies...

Malaria y otras enfermedades tropicales acechaban a las criaturas que tenían que alimentar con sondas por la nariz o mediante jeringuillas con leche en polvo, aceite y azúcar en las dosis adecuadas para no provocarles un colapso después de pasar tanta hambre.

En la provincia de Civitoque pasó dos décadas entre balas y persecuciones, en un país que es zona franca del paso de los diamantes de la República Democrática del Congo y que está asolado tanto por la corrupción de los poderosos como por la miseria de la mayoría de la población, a mayores de las guerras.

Begoña Escudero es la delegada diocesana de Misiones de León. Después de fundar una misión en Costa de Marfil, destinada a la formación de futuras vocaciones locales, regresó a España para cuidar de su madre y de su padre. Desde la otra orilla de las misiones valora tanto la importancia de atender a las personas que están repartidas por el mundo como que su testimonio llegue aquí.

La provincia de León, una de las más fértiles en vocaciones religiosas en los años 50 y 60, cuenta actualmente 797 misioneras y misioneras en los cinco continentes, un 20% menos que hace diez años. El envejecimiento también hace mella en este ‘ejército’ de personas entregadas a ayudar a los desheredados a lo largo y ancho del planeta.

«La labor que hacen los misioneros no la hacen ni oenegés ni la ayuda internacional», sentencia esta mujer que dejó África con la sensación de que la miseria es cada vez más miseria y a estos países no se les deja avanzar. Sólo se va a quitarles lo que tienen».

La labor de los misioneros, añade, «no está reconocida porque son gente muy humilde». Viven tan enfrascados en esos mundos donde la necesidad brota en cada rincón y en cada momento que se olvidan de que «su testimonio es importante para denunciar la injusticia», comenta.

En Burundi vivió la expulsión de los religiosos en 1985. «No querían que fuéramos testimonio y mataron a unos sacerdotes. Asumíamos que nos llegaba la hora. Salíamos de casa, pero no sabíamos si volveríamos. Nos tiroteaban desde las cunetas», relata. En más de una ocasión, la Embajada de España les llamaba para recogerles, pero no se fueron del país. «¿Cómo íbamos a dejarles cuando más nos necesitaban?», señala.

Vivió el asesinato de los padres javerianos y una misionera laica que habían rezado en la misa por los tutsis y hutus ejecutados en una matanza. «Los hutus escaparon a las montañas y les íbamos a llevar comida, ya éramos enemigos de los otros». Al ver que no aparecían los padres fueron a su casa y se encontraron los cadáveres en el salón.

Un día vio su vida más cerca de la muerte que nunca. «Esto se acabó», pensó. Estaba en el hospital y huyeron todos, pero había una joven de 17 años a punto de dar a luz y le dijo que se quedaba con ella, que no podía marchar así. Eran las seis de la madrugada. Al poco rato empezaron a traer heridos. «Un niño que me conocía, al que le habían dado un golpe de machete en las piernas, me decía: «No me hagas daño, que son un niño (varón) y no puedo llorar».

El 55% de las personas destinadas en misiones y arraigadas en León son mujeres y religiosas. En la Diócesis de León hay 416 misioneros, de los cuales 212 son hombres y 204 mujeres. La Diócesis de Astorga cuenta con 381 misioneros, de los cuales 228 son mujeres y 153 hombres.

América Latina es el principal destino de los misioneros leoneses, seguido de Europa, África, Asia y Oceanía.

La conexión de León con estas personas es humana y también económica. Las delegaciones de Misiones se ocupan de mantener el vínculo y dan calidez humana a esas personas que viven muchas veces en circunstancias extremas-

El testimonio de Isabel Miguélez, misionera leonesa en Haití, es ilustrativo: «Querida delegada de Misiones. Gracias por recordarme en este día. Te cuento que en Haití, en el lugar donde estoy lo único que hay es piedras y polvo... Con gusto te enviaría algo, pero ni el correo funciona. Este es un país bien pobre, con múltiples necesidades y una realidad muy dura. Vivo al pie de la frontera dominicana y cuando uno cruza pareciera que entra en otra isla totalmente diferente. Nuestra vida tiene sentido en relación con los demás. El ser humano se conoce dándose a conocer, se ve viéndose ser, explora su corazón internándose en los demás. El encuentro con los otros es lo que construye como personas». La carta aparece en el último número de León misionero.

La delegada de Misiones se entrevistó el pasado verano con misioneros leoneses en Perú donde «realizan un esfuerzo gigantesco, incluso inaudito: atención a las parroquias, comedores, escuelas, talleres, proyectos laborales, apoyo jurídico, deportes». El problema es el envejecimiento y la falta de relevo.

La huella de los leoneses pervive en épicas misiones como la del jesuita Segundo Llorente, de Mansilla Mayor, en Alaska, que llegó a ser diputado en el Congreso de los Estados Unidos y está enterrado en territorio indio. El obispo Castellanos, oriundo de Mansilla del Páramo, que ya no era ningún joven cuando decidió ir a misiones a Bolivia. Y allí sigue con la Fundación Hombres Nuevos. O Gregorio Barreales, de Villacelama, en Nicaragua. Obdulina Fernández, de Santa Cruz del Sil, en Guatemala. Y así por cientos.

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