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León

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Escribes de niños y nadie se da por aludido. Los niños no importan, o no demasiado. No importa, o no demasiado, el infierno que viven aquí, en León, en la puerta de al lado, y no importa porque hay menores que no tienen ningún derecho. Ninguno. Los protocolos que la administración pone en marcha no son más que una manera de limpiar conciencias y gastar dinero público. Hay demasiados funcionarios que no resuelven nada porque para hacerlo hay que bajar al horror y nadie quiere sentir el aliento de la náusea. Es mejor nadar sepultado en papeleo, firmar procedimientos, dar a las oenegés la gestión del problema y mirar hacia otro lado. Todos lo sabemos, pero la revelación surge cuando leemos que hay niños que viven en un lodazal, que son forzados, violados de manera sistemática por sus padres y hermanos, que hay menores que prefieren estar en la calle porque en su casa tienen que sortear la violencia y la droga, cuando nos sorprenden con que tres de cada diez familias saben que sus hijos no prosperarán y seguirán encadenados a la miseria gracias a una educación cuya denominación de universal y gratuita es ciencia ficción. ¿Cómo es posible?, exclamamos antes de pasar a lo siguiente, sin darnos cuenta de que todo ese lodo va llenando una balsa de mugre que antes o después nos inundará.

La tristeza no sale gratis y la realidad es que hay niños a los que condenamos a una prisión perpetua desde que nacen sólo porque la ley siempre pone por delante a los padres, les condena con leyes injustas —decía Balzac que la ley no es más que una gran tela de araña que deja pasar a las moscas grandes y atrapa a las pequeñas— y les esconde bajo las alfombras con las que ocultamos un mundo difícil de contemplar.

Esta nueva revolución alumbrará muchos más Oliver Twist de los que Dickens pudo concebir, con la diferencia de que en esta ocasión el cuento ya no nos enternecerá. Lo vemos a diario, cada día, y lo único que hacemos para ahuyentar el fantasma es sacar un ambientador del bolso y camuflar nuestro propio hedor.

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