Diario de León

El baile del ahorcado

Un vestido rosa

León

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Se cayó por el patio y quedó colgado sobre el tendal de unos vecinos. Me quedé mirando durante un rato, contemplando cómo se mecía cada vez que el viento trataba de hacerlo volar. Eso es todo lo que recuerdo. Después de eso, el vacío, o más esbozos inconexos que se agrupan, se amontonan en eso que llamamos infancia y que no es más que la poderosa emoción de la nostalgia que nos arropa para dejar que sigamos adelante. Volví a revivirlo hace unos días. Fue un segundo, un instante, ese relámpago que, como la vida, nos deslumbra cuando ya no tenemos tiempo de mirarlo. Pasó por delante de mi y se quedó mirándome, pegado, impregnado como un perfume evanescente que te envuelve y se esfuma, como la sensación de pérdida que nos habita y que somos incapaces de describir.

Fue un momento. Llegó y se fue. El semáforo se puso en verde y tuve que dejar de observarlo. Ni siquiera pude mirar atrás, la única opción que nos va quedando cuando el tiempo se desentiende de nosotros.

Fue después cuando comencé a darme cuenta de lo que acaba de ocurrir, cuando mi cabeza comenzó a recomponer el puzzle de aquellos días de verano, de la primera vez —«estira los brazos hacia arriba»— que mi madre me puso ese vestido, ese vestido rosa del que tan sólo recuerdo el color y el día en que una racha de aire se lo llevó.

Un color es capaz de inundar los ojos de recuerdos, de hacer que vuelvas a vivir episodios que tu memoria tenía enterrados, un color es capaz de hacerte sentir la melancolía de un momento que no puedes ordenar, un color, un simple y pobre color, puede hacerte viajar a un momento escondido de tu infancia, uno de esos que vives en soledad y que, por lo tanto, nadie puede hacerte recordar, sólo tú mismo, un color, una ilusión de tu cerebro, por tanto, te devuelve un montón de vida que, sin embargo, te acerca un poco más a la muerte, porque sabes que ese color, esa pequeña e ineflable proporción de vida, es la demostración de que llega un momento en el que el tiempo no se puede recobrar porque, como el color, no es más que la pátina del subcosnciente.

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