Diario de León

No hay verano sin botijo

La primera ‘brita’. Tan antiguo como la civilización occidental, tan singular que no hay un anglicismo a su medida y con fórmula propia. En León el botijo sigue vivo en los alfares jiminiegos y su uso para refrescar el verano se mantiene en pie..

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a. gaitero | león

El agua en botijo y el vino en bota. Así lo mandaba la tradición cuando no había otra cosa que llevar a la era para apagar la sed y las neveras no se habían metido en casa para quedarse. Y botijos, cántaros, cazuelas, platos... y cacharros de barro por cientos nacían de las manos de los alfareros en los tornos y se llenaban los hornos en Jiménez de Jamuz.

Aún se mueven los tornos y se arrojan los hornos de cocer el barro. En menos cantidad y con otros usos. Pero el botijo «sigue vivo, no ha muerto, no», asegura Valentín Peñín, desde su taller de La Catedral del Barro en la víspera de la anunciada ola de calor.

Este objeto, cuya antigüedad se remonta a la civilización mesopotámica, y que popularizó en España la ocupación árabe en la Edad Media, aún es demandado en los alfares jiminiegos. «Tenemos un volumen importante, no hemos bajado la producción», apunta Peñín. El mercado del botijo como objeto utilitario se concentra en León, pero se extiende por el sur de Europa, sobre todo en las zonas de costa, si se habla del botijo como objeto ornamental, cuyo valor sextuplica al de los utilitarios corrientes y sin baños ni esmaltados añadidos.

El botijo tiene fórmula propia desde hace 24 años, cuando los físicos José Ignacio Zubizarreta y Gabriel Pinto, explicaron científicamente, con números y raíces cuadradas, el mecanismo de enfriamiento del recipiente de barro rematado con el asa, boca y pitorro.

Desde entonces, aquel dicho de que eres más simple que un botijo, se vino abajo. A Pinto le llevó cuatro años traducir a las matemáticas el proceso de evaporación por absorción, dentro del recipiente de barro, que produce el enfriamiento del agua. Los resultados le indicaban que el proceso de enfriamiento era infinito y era imposible.

El joven profesor de la Universidad Politécnica había llevado un botijo al despacho y realizó los experimentos con el cacharro puesto al lado de un radiador con un termómetro en la bocaa. Pero había algo que se le resistía. Hasta que en 1994 tomó interés por su investigación el profesor Zubizarreta. Y finalmente descubrió que su colega no había tenido en cuenta la temperatura del «bulbo húmedo», un parámetro que en termodinámica marca el máximo que se puede enfriar un líquido por evaporación.

La fórmula matemática fue publicada en una revista estadounidense al año siguiente, la Chemical Engineering Education, única del mundo dedicada a la enseñanza de la ingeniería química. Así fue cómo el botijo entró en el mundo de la ciencia. Por aquel entonces no había internet, así que la noticia no ha dejado de sorprender cada vez que llega el verano y alguien la recuerda. Porque no hay verano sin botijo, al menos en León.

«No es como los cántaros que ya están en desuso, el botijo se vende», asegura Taruso, el más veterano de los cuatro alfarerías comerciales que quedan en activo en Jiménez de Jamuz. Los alfareros bromean y elucubran sobre la evolución de este singular cacharro. «Lo inventó un tío muy inteligente», dice Peñín.

Históricamente, se sabe que las civivilizaciones más antiguas ya usaban aguamaniles ornamentadas con fine de refrigeración. En España se ha localizado un botijo en una necrópolis de la cultura argárica de hace cuatro mil años en Murcia. Se trata de un protobotijo de un solo orificio con forma de cántaro.

Pero fue en la Edad Media cuando se extendió su uso en la península ibérica con la invasión árabe. Peñín tiene la teoría de que el actual «es una evolución de un recipiente que para que no entrasen los bichos empezaron a acortarle la boca», explica.

El interés científico por el botijo tampoco ha decaído. En 2015, dos profesores de la Universidad de Valladolid, Andrés Martínez de Azagra y Jorge del Río, publicaron un mapa con las zonas del mundo donde el uso del botijo es eficiente para la refrigeración del agua. El territorio botijo abarca toda Europa con excepción de la zona norocciental, gran parte de Asia y África (con excepción de algunas zonas) y también Australia. América es el continente menos favorable al botijo.

Lo que no se ha traducido aún a artículos científicos es otro de los atributos del botijo. Como recuerda Peñín, aparte de su capacidad para enfriar «el botijo es un excelente purificador. Fue la primera ‘brita’», asegura este alfarero en alusión a la marca que tanto éxito ha tenido con el filtrado del agua. Los poros del barro no sólo ayudan a evaporar el agua —advierte el artesano— sino que absorben las sales minerales y otras sustancias que hacen el agua más pura.

Vicente, de Alfarería Taruso, señala que el botijo de verano es el que conviene que esté sin esmaltar porque tiene más poros y el agua transpira más para enfriarse. En cambio, el botijo de invierno puede ir esmaltado, «el agua no transpira tanto», apostilla.

Hay botijos de 2,5 y hasta de cuatro litros, y los hay chaparrejos, los llamados botijos-nevera. Y los de los críos. El botijo ha resistido al tiempo, a la tecnología y a la colonización lingüística. No hay palabra en inglés que pueda definir con precisión a este cacharro. En cambio, hay muchas palabras en la península que se inventaron para nombrarlo: Botijo, barril, búcaro, cantir, piche, pipo, piporro, rayo, sillo, sillonet, botixo, botijo de reloj, botijo de tronco, botija de agua, barril de pitón, porrón, barril de torre...son algunos de los que se recogen en el Museo del Botijo de Toral de los Guzmanes, uno de los tres templos dedicados al botijo en España.

Ya en 1997, cuando tenía 2.000 piezas, consiguió el Guinnes por ser el que mayor piezas atesora en el mundo. Ahora tiene un millar más y espera una ampliación para acoger nuevas piezas de las que dona el riojano promotor con el Ayuntamiento de Toral de los Guzmanes de la iniciativa.

El botijo se resiste a desaparecer de escena. Aunque ya no se lleve el botijo a los centros de trabajo, donde sustituido por aguas envasadas en botellas de plástico. «Aún lo tienen en muchos talleres, obras...», alegan los alfareros. O en las casas como recuerdo de un tiempo pasado. Y del sudor del verano.

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