EL BAILE DEL AHORCADO
Una fiesta con Robert Redford
Cada vez quedan menos, tan pocos que corremos el riesgo de que el mundo que hemos conocido desaparezca. ¿A quién le interesa un mundo en el que Robert Redford ya no esté en los títulos de crédito? Nos hacemos mayores porque las imágenes de nuestros sueños se ponen amarillas o, peor, se despiden sin que siquiera seamos capaces de darles nuestro particular adiós. Hace diez años —calculen que viejo hay que ser para acordarse de lo que escribía hace tanto— moría Paul Newman. Lo imposible se hacía palabra y vertía sobre nosotros un manto de incertidumbre. Ese día recordaba la frase de Tenesee Williams en Dulce pájaro de juventud: «Más tarde o más temprano, en algún momento de nuestra vida, perdemos o abandonamos aquello por lo que hemos vivido y entonces... morimos». Que Robert Redford se despida a la francesa nos deja el sinsabor de la petit mort, ese momento posterior al orgasmo en el que todo queda en silencio y oscuridad, en el que la extrañeza se aborrasca sobre nuestra conciencia.
Un amigo recordaba la magia que vivió en una fiesta en Nueva York cuando vieron aparecer al actor. «De repente, todo quedó en silencio. Nadie sabía muy bien qué ocurría, pero los murmullos iban silenciándose a su paso y los invitados se apartaban con fascinación, hasta formar un círculo perfecto a su alrededor». Robert Redford no fue consciente de todo lo que provocó a su paso. Se dirigió a la biblioteca de la residencia y se quedó contemplando un lienzo. «Eso fue todo. Como un sueño», rememoraba Octavio con nostalgia. Sólo en una ocasión he estado tan cerca de él. Fue en un curso de periodismo de El Escorial cuando conocí a Bob Woodward. Esa es la fuerza de una estrella, que su interpretación se hace más grandiosa que la persona a la que da vida. Estoy segura de que cuando rebobine el carrete de mi vida, se colarán en él imágenes de aquella fiesta en la que nunca estuve y puede que suene de fondo Barbara Streisand recordándonos las sonrisas que dejamos atrás.