Tocados por la contradicción
S i algo caracteriza al ciudadano postmoderno es una vida marcada por contradicciones. La caída de los grandes ideales, la pérdida de referencias, la falta de modelos, hacen que se mueva en su existencia como un náufrago en un mar de incoherencias. Una de las más significativas estriba en huir, por un lado, de toda llamada a la perfección o santidad y, al mismo tiempo, aferrarse a la idea de que no sufrimos imperfección ninguna de la cual tener que arrepentirnos.
La vida y las palabras de Jesús de Nazaret llamaron poderosamente la atención de sus contemporáneos. Los textos evangélicos utilizan la expresión «hablar con autoridad»; con ella se refieren a la perfecta consonancia entre las palabras y los hechos que sólo podía darse en el Hijo de Dios. Esa coherencia del Señor pone al descubierto nuestras innumerables incongruencias.
Como hijos de nuestro tiempo, vivimos sumergidos, quizás más que nunca, en la contradicción: pensar y desear algo, pero buscar y hacer lo contrario; tanto que la hemos convertido en el nuevo «modus vivendi». Debemos reconocer que también esta incoherencia ha teñido nuestra vida de creyentes. Bien podría aplicarnos el Señor las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí».
Frente a esta situación, arraigada en la misma condición humana, solemos aceptar la situación e incluso darle carta de naturaleza; eso sí, lo maquillamos con apariencias de todo tipo. La gran revolución moral y social que inauguró Jesucristo fue esta: no es lo de fuera lo que hace al ser humano impuro, sino lo que brota de su interior. Es verdad que el ser humano postmoderno es superficial, huye de su interioridad, se ha hecho extrovertido, como para evitar la responsabilidad de sus decisiones: Es lo que le acontece; vive determinado por sus circunstancias, nada importa cómo pueda o quiera vivirlas. Este renunciar a llevar el timón es fuente de demasiados sufrimientos y aun así preferimos seguir vacíos.