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Publicado por
GARCÍA TRAPIELLO
León

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Qué gran follón trajo siempre el poner de acuerdo a la gente con las medidas, las pesas o el conteo del tiempo. No debió ser nada fácil, por ejemplo, pasar del celemín, la legua, la vara castellana o el azumbre al sistema métrico decimal que se adoptó en Francia en 1804 y que aquí se decretó en 1858 (Portugal lo hizo en 1814 -lista ella- al imitar siempre a Francia mucho mejor que España), aunque nunca dejaría de funcionar la fanega de trigo, la cántara de vino, la arroba del gocho... y aún hoy quedan gentes que siguen cubicando así las cosas y piensan en quintales, cuartillos o libras, lo mismo que muchos de nosotros tenemos que traducir euros a pesetas si queremos tener una idea más precisa del valor de las cosas.

Cosa parecida pasa con el tiempo y sus medidas. Contamos, por ejemplo, los años desde enero, pero muchas cosas en la vida estrenan su año en otoño y miden su tiempo en cursos, esos que en las aulas, radios o teles comienzan precisamente ahora, entre septiembre y octubre. Para el mundo de la enseñanza (un cuarto de la población entre funcionarios y alumnos) septiembre es su verdadero «añonuevo»... nuevo curso, nuevos compañeros, nuevos profesores, mochila nueva, libros nuevos, nuevas metas (ahora dicen objetivos). ¿Por qué nunca se quiso o no se pudo ajustar «el curso» a toda la demás vida que se inicia en enero?...

También estos días cabalgamos en la polémica sobre suprimir esos adelantos o atrasos de una hora que modifican la puesta de sol seis meses al año y que trastoca biorritmos o el sosiego de quien quiera gobernarse por el reloj de las gallinas... o el de las lechuzas, que en este mundo hay gente para todo tipo de horarios o faenas. Dice Peláez que en realidad afecta poco adelantar o atrasar los relojes; en España siempre se puede llegar una hora tarde a casi todo, no pasa nada, nos gusta la flexibilidad y el tócamerroque.

La verdad es que hay opiniones e intereses encontrados en este asunto: lo que es bueno para la hostelería es malo para la industria. Pero el terco de Octavito insiste: «sólo vale el reloj del sol; lo demás es un contradiós».

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