Semillas del Verbo

D efendemos, en teoría, la buena llevanza entre personas de diferentes etnias, religiones o ideologías, y excluimos cualquier tipo de marginación que se origine por tener criterios o comportamientos divergentes. Así es. Pero, a la vez, resulta que tenemos tendencia a despreciar a quien no piensa igual, a descalificar al que no actúa como nosotros, a maldecir al que no nos da la razón, a desconfiar de quien no tiene las credenciales oficiales...

Hay relatos en la Historia bíblica de la Salvación en los que se percibe que Dios quiere la unidad y la colaboración de todos, por encima de las diferencias. Son apuntes que animan a reencontrar la armonía perdida del Paraíso terrenal.

Dos de esos relatos aparecen en la I Lectura y en el Evangelio de este domingo. En el primero, dos personajes que no estaban con los demás en el momento de recibir el espíritu, hablan, sin embargo, movidos por su fuerza. Hay quien se queja a Moisés, pero este va más allá: «¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta!». En el segundo, Jesús desmonta el fanatismo de los discípulos que quieren descartar a quien realiza prodigios en nombre de Cristo, pero que tiene el estigma de «no ser de los nuestros». Jesús es rotundo: «Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí». Y añade: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro». Estos relatos son pequeños mensajes que han de orientar nuestras relaciones con los demás: no caben las exclusiones por razón de ser diferentes, no ha de haber lugar para la discriminación porque alguien piense de forma diversa, no vale rechazar la cooperación de quien tiene buena voluntad, nadie puede pretender tener la verdad en exclusiva… El Espíritu de Dios no es prisionero de nada ni de nadie. Los cristianos antiguos lo decían de otra manera: «En todo hay semillas del Verbo». La unidad no impone la uniformidad; la pluralidad nunca conduce a la descalificación; la libertad jamás justifica la rivalidad.