Amar en y como Cristo
L a Palabra de Dios ofrece las claves de comprensión de la doctrina cristiana sobre determinadas cuestiones. Este domingo ilumina la concepción cristiana del matrimonio, poniendo especial énfasis en la unidad en el amor de los esposos. Ciertamente, el designio primero de Dios es que el hombre y la mujer sean una sola carne, llamados a establecer una relación singular basada en el amor mutuo (1a lectura: Gén 2,18-24). En el Evangelio, Jesús denuncia la ley mosaica del divorcio como una deformación de ese plan divino, ocasionada por la dureza del corazón humano, y proclama que el matrimonio entre un hombre y una mujer debe ser un lugar de amor y de encuentro para siempre, donde confluyen las penas y las alegrías, y donde ambos gozan de igual dignidad (Mc 10,2-16).
La clave para entender este precepto exigente de la fidelidad matrimonial está en Cristo. La riqueza del “amor cristiano”, incluida su dimensión esponsal, nace de la Pascua. La persona de Jesucristo -el compromiso de amor que supone y significa el hecho de su encarnación, muerte y resurrección- es la piedra angular sobre la que se construye toda la vida del discípulo y, como parte de esa vida, también su opción por el matrimonio o por el celibato. Sin la experiencia pascual el texto evangélico de este domingo de “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” suena a discurso vacío, a música celestial. Cualquiera que piense como el mundo y no como Dios comprende que vivir atado a una persona durante toda la vida no tiene por qué ser una obligación. Si se “acaba” el amor, si la pareja ya no funciona, si la convivencia se hace imposible,... ¿habrá que seguir manteniendo un lazo de hecho inexistente? Es aquí donde entra la “sinrazón del evangelio”, lo incomprensible del mensaje de Jesús, el amor incondicional, la fidelidad más allá de las palabras, hasta la muerte, el amor en la dimensión de la cruz, que busca la conversión del otro y la vuelta a la unidad. ¿No fue un amor así el de Cristo crucificado?