Un maltratador: "Asfixiaba a mis parejas. Las agobiaba y cayeron en la depresión"
Manel confiesa el maltrato psicológico que ha ejercido en sus parejas y familiares. "Conmigo es difícil la convivencia", reconoce -- "Mi hija tiembla cuando le doy la bronca", admite este hombre, que ahora recibe terapia
“Las agobiaba. Asfixiaba a mis parejas”. Manel Martínez da la cara y admite la pesadilla de compartir con él la vida. “Conmigo es difícil la convivencia”. Lo suyo no han sido bofetadas y palizas, pero, recuerdan los expertos, la violencia psicológica puede causar heridas más profundas y duraderas que la física. Heridas en el alma que te llevan al pozo. “Las dos mujeres con las que he vivido acabaron cayendo en la depresión por mi culpa”, confiesa este mecánico de 50 años.
Él prefiere hablar de que ejercía “maltrato psicológico”; rehúye la etiqueta de “maltratador”. Su última pareja, aconsejada por su psicóloga, le dio un teléfono para que acudiera al SAH (Servicio de atención a hombres para la promoción de relaciones no violentas) del Ayuntamiento de Barcelona, que este 2018 atiende a 250 hombres. Todos asisten voluntariamente. “Me cayó como un mazazo que me dijera que era un maltratador, pero ya me lo habían dicho antes y decidí acudir a los profesionales, a ver si lo era o no”. Fue con el convencimiento de que saldría "exculpado". Las terapias grupales cambiaron su perspectiva. “Me abrieron los ojos. Ahora sé que ejercía mucha presión sobre mis parejas, que las manipulaba. Sé que eso es maltrato psicológico”.
"Heredé el pronto de mi padre"
Manel busca ahora respuestas a su conducta. “Mi madre, mi hermana y mis sobrinas ya me dicen que tengo un pronto… Que si no tuviera ese pronto, sería una joya. Es algo hereditario”. Es el pronto, el carácter, de los Martínez, se justifica. Como el de su padre y su abuelo. Niega, desde su percepción, que su madre fuera una mujer maltratada. “Tenía más huevos que mi padre”, suelta.
Ella fue quien le transmitió unos comportamientos obsesivos que él trasladó a sus relaciones. “Trabajaba muchas horas y cuando volvía a casa no quería más trabajo. Era muy meticulosa, estaba obsesionada con la limpieza, lo quería todo sin una migaja en el suelo, impecable”. Exigencias que el hijo repitió con sus parejas. El macho alfa gobernaba también en el hogar. “Les decía cómo debían hacer las cosas en casa, cómo cocinar, que no ensuciaran el comedor, que no sabían limpiar, que no comieran pipas… Les corregía todo lo que hacían, no las escuchaba. Yo quería que se hiciera todo a mi modo. Era un agobio”. Ha aprendido que hay maneras distintas de hacer las cosas y que esa humillante desvaloración destruye a la persona.
El patrón se ha repetido también en la relación con su hija, de 11 años. “Que si ten cuidado con el pelo en la comida, que si arremángate para no ensuciarte…”. Con la mirada acuosa, confiesa: “Mi hija tiembla cuando le doy las broncas, expresa un escalofrío, una cara de miedo… No hace falta que le levante la mano, elevando el tono de voz, con un chillido, recriminando sus actos, es suficiente. Me he dado cuenta de que eso es maltrato”.
Hace años, cuenta, que él recibía imputs de su conducta inapropiada, pero hasta ahora no lo había puesto nombre, el primer paso para intentar rectificar. “He visto a mi sobrina llorando, a mi hermana diciéndome que no le hablara así. Sé que estoy infringiendo un castigo…”. Tampoco su madre, ya fallecida, se libró. “Recuerdo que la hice pasar malos tragos. Estuvo 15 años enferma de cáncer y a veces no me ponía al teléfono o la colgaba, la chillaba, no la escuchaba. La hice daño. Un castigo tremendo”.
Lamenta también la mala vida que dio a las mujeres con las que convivió. “Lo siento. Sufro por mi primera mujer y por la madre de mi hija”. Les dejó la autoestima por los suelos. “Es que sucede como con el adicto al alcohol, que bebe, reacciona y vuelve a caer. No te das cuenta y la vuelves a liar”.
El poder del silencio
Quiere dejar claro que nunca ha ejercido violencia física. “Ni siquiera he sido de gritos escandalosos de llamar a la policía. La mía ha sido una violencia más sutil; una voz seca, cortante, y todo ese control que iba haciendo sin darme cuenta”. Y luego están los silencios, otro instrumento de castigo. Ignorar también mengua la autoestima, reconoce. “Yo imponía mi tiempo, no quería discutir o hablar cuando ellas me lo pedían. Me callaba. Las manejaba con esos silencios, no tenía en cuenta sus sentimientos. Era mi poder”.
Cuenta que en el SAH le están dando las herramientas para cambiar. “Lo intento, no sé si lo he conseguido, aún estoy asimilando el proceso”. Lástima, se ríe, que ahora no tiene con quién practicar los progresos. La asistencia voluntaria al SAH ya indica el buen camino y también hacer público su testimonio. “No soy un valiente, lo he hecho egoístamente porque me sirve a mí, me protege. Al decirlo, sé los límites que no debo traspasar. Ya sé que no necesito soltar la mano o dar un portazo, que hay una violencia psicológica”. Una última confidencia revela la otra cara de Manel, que mantiene una “buena” relación con la madre de su hija y su última pareja. “Todas mis ex vinieron al entierro de mis padres”.