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Publicado por
Liturgia dominical Jesús Miguel Martín Ortega
León

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C uando la mediocridad se generaliza y se oscurece el panorama cotidiano, se hace necesario mirar a las estrellas. Tal vez esta sea la causa de que sobreabunden los fans de este o de aquel famoso, cantante o futbolista, celebrities de farándula, cuya forma de vivir está hecha por lo general de apariencia hueca. Son los becerros de oro de nuestro tiempo, que motivan la huida de la vida real y promueven la trivialidad a costa de lapidar toda ética humanizadora. Esta adoración a lo fatuo acaba por generar desencanto y destrucción.

Este domingo, en el que celebramos la solemnidad de la Epifanía o Manifestación del Señor, se proclama el comienzo del capítulo segundo del evangelio según san Mateo. Este relato evangélico nos habla, con reiteración, de una estrella: su luz trasciende las cosas terrenas y su presencia está cargada de significado; se muestra, además, con capacidad para iluminar la noche y para conducir por diversos caminos, sorteando circunstancias adversas, hasta llegar a la presencia del Salvador.

En nuestra sociedad actual, inmersa en una profunda crisis de crecimiento, cada vez son más los que desconfían de las soluciones fáciles, de los pseudo-salvadores y de los ídolos de barro. Al mismo tiempo, crece el número de los que elevan su mirada al cielo buscando alguna luz auténtica que ponga significado y sentido al existir humano. El hastío que genera el mundo virtual se convierte en empeño por hallar lo esencial de la realidad. Este esfuerzo por superar la oscuridad reinante nos mueve a abrir los ojos y el corazón, a rastrear las señales de la vida cotidiana, y a seguir la buena estrella de la fe que nos conduce, entre esperanzas y sobresaltos, hasta Cristo Salvador. Él es luz y vida para todos. Él se manifiesta a todos los pueblos como plenitud de sus deseos y anhelos ¿Lo acogeremos como el mayor de los regalos o preferiremos permanecer de espaldas, inamovibles en la oscuridad? La respuesta queda en nuestras manos.

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