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LA MEMORIA DE UN LEONÉS CENTENARIO

«Me dieron un fusil ametrallador y entonces terminó la guerra»

«Hace veinte años morían pocos de cien años», afirma Antonio Ibáñez Valdeón, que acaba de llegar al centenario y habla de los años de la Guerra Civil, en el frente de Teruel con los nacionales, muchos piojos y bastante hambre, como si fuera ayer

Antonio Ibáñez Valdeón, es una de las 343 personas que residen en León con más de 100 años

Publicado por
ANA GAITERO | LEÓN
León

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Antonio Ibáñez Valdeón es una de las 343 personas que residen en León con más de 100 años. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), un total de 267 mujeres y 70 hombres habían alcanzado y superado esta edad el 1 de enero de 2018. Una cifra récord en la que destacan también tres mujeres extranjeras.

Antonio Ibáñez Valdeón nació en La Uña, el último pueblo de León antes del puerto de Tarna, un 14 de enero de 1919. Cien inviernos a sus espaldas y una memoria prodigiosa que le lleva sin que le pregunten a los años que vivió como soldado en el frente, cuando se le pregunta por el acontecimiento más importante de su vida.

Fue llamado a filas poco después de caer el frente norte en las montañas leonesas, donde los pueblos vivieron la guerra entre las trincheras de los dos bandos. Eran los comienzos de 1938. Primero estuvo cinco días en León, «en una pensión de uno de Burón. Pagábamos cinco pesetas de fonda completa y en el ejército nos daban una», lamenta.

Luego estuvo dos meses en Astorga. «Nos mataron de hambre y de sed. Teníamos que lavar el plato con el pan porque no había no teníamos agua». Con un poco de instrucción y unos kilos menos, les metieron en «un tren de vacas (o de toros)» rumbo a Aragón.

El viaje duró dos días. Se apeaban y se subían continuamente a otros trenes. «Al llegar a Zaragoza paramos y nos distribuyeron a los frentes. A mí me destinaron a Alfambra. Me mandaron ir por un camino solo. Y yo me decía para mis adentros: Quiero ir a mi casa».

Anduvo hasta el oscurecer y paró en Celada. Luego siguió hacia Alfambra, donde estuvo dos días antes de encaminarse al monte. Lo asombroso es que Antonio se acuerda hasta de los pueblos donde no llegó ni a entrar, como Formiche Alto. «Seguimos a Formiche Alto y salieron dos viejos con un perrín pequeño. El capitán lo mató de un tiro. Cuando pasamos por la mañana allí donde lo había matado había un farol y un ramín de flores». En aquel pueblo, recuerda, «no había más que aquellos dos viejos y 6 y o 7 cerdos de unos 700 kilos cada uno».

Antonio sigue su relato como que fuera una lección aprendida de memoria: «De ahí p’alante empezó lo peor. Empezaron las faenas. Día y noche con balas por encima de la cabeza. Mataron a varios porque estábamos en unas tierras llanas y los rojos estaban en una montaña», explica. En una de esas, estuvo en un tris de hacer una tontería: «¡Coño, no sé si coger una bala de recuerdo...!», se dijo. Se lo pensó y se echó para atrás. Por si se la llevaba puesta.

La guerra está llena de tragedias, pero algunas lo son doblemente. Como cuando es el fuego amigo el que mata a los compañeros. «Nos metimos en una vaguada para que no nos vieran y en esto vino la aviación de Franco y bombardeó la montaña, donde estaban los rojos pero había entrado una compañía nacional y también la bombardearon. No quedó ni el perro. Hubo un fracaso muy grande».

Otro «toque fuerte» lo vivieron cuando recibieron la orden de avanzar en plena noche, saliendo de la protección de unos ‘picarachos’. «Era una noche muy oscura y no se veía nada. Cuando de pronto el capitán va y dice en voz alta: ¡Sálvese quién pueda!». Los soldados se dispersaron por todas partes sin saber a dónde iban. «A escapar, a escapar...», decían. Hasta que empezó a salir la Luna «y nos reunimos otra vez. Así pasamos la noche». Lo malo fue que al otro día por la mañana «estábamos rodeados: empezaron tirar tiros y tiros y nos metimos en una trinchera con un calor terrible. Pasamos el día y salimos de allí. Había una charca para beber las ovejas y estaba blanca de todos los soldados. Cogí una cantimplora y me la metí para el cuerpo. No sabía si era agua o leche...».

Antonio sigue el rosario de batallas al dedillo. «Al tercer día nos sacaron para la sierra de Estopa, provincia de Teruel, donde estuvimos cuatro meses y medio. Y de ahí a Ojos Negros, provincia de Teruel, otros tres o cuatro meses», relata. Aquí empezaron a ingeniárselas para conseguir algo de merienda. «En el pueblo nos daban un par de huevos fritos y unas patatas y marchábamos como generales. En el cuartel, nada».

A una de esas casas no quiso volver Antonio porque había una chica que «echa unos juramentos que nos mata», les dijo a sus compañeros. Tuvo suerte y conoció a un matrimonio joven. La mujer vio que tiraba la ropa de la muda, «porque teníamos muchos piojos y me dijo, hombre, no la tires. Y así me daba la merienda gratis».

Avanzaba el año 39. «En Ojos Negros me dieron un fusil ametrallador y nos preparan para ir a la provincia de Guadalajara», prosigue Antonio. Al llegar tocaban mucho las campanas y los soldados se preguntaban: «¿Qué pasará? ¿Qué pasará?...»

—¡Se terminó la guerra!

Debía de ser el 1 de abril de 1939. El camino de vuelta a casa duró seis meses más. «Volvimos a Teruel porque había mucha gente escondida, a Fuente del Espino de Molla, Cuenca, de ahí a Valencia y a Alicante. Estuve de baja 15 días y de ahí cogimos un barco a Santa Cruz de Tenerife, donde estuve hasta el 1 de noviembre de 1939.

«Tardé nueve días en llegar a mi pueblo, lo podía haber hecho en cuatro si hubiera cogido la línea a Madrid, pero como venía en el pasaporte otra línea tuve que ir por Extremadura», como los pastores que empezaban a bajar ya los ganados en tren desde las montañas leonesas.

«Y aquí terminó el pobre hombre la faena de la guerra. Vine para casa más contento que un ocho», recuerda. Y con más suerte que otros vecinos: «Coincidí con dos de Acevedo y uno se volvió loco». En La Uña, «al primer golpe me dediqué a hacer pared. Después me casé y conseguí tener alguna vaca. Y así terminó la historia».

Antonio dice que ahora que ya cumplió los cien puede morirse tranquilo. Y su hija, que le cuida desde hace veinte años, le responde que no diga bobadas. Anda el hombre algo desanimado desde que se partió la cadera, el pasado 16 de julio, cuando se preparaba para bajar a jugar la partida al popular bar La Puentecilla, que por las tardes es un hervidero de gente mayor con tapetes verdes. El día de su cumpleaños le bajó su yerno en la silla de ruedas. Y allí, entre brisca y tute, le cantaron el cumpleaños feliz.

A Antonio le gusta más la ciudad que el pueblo: «Se vive mejor aquí, con mucha diferencia. En los pueblos hay que trabajar mucho». Aún lee en el Diario de León «las defunciones, el fútbol» y hace «el siroco» (sudoku). Sobre la mesa, La bruja, de Camilla Lackberg espera que reanude la lectura que interrumpió cuando se cayó en julio. A los cien cuesta un poco más volver a empezar.

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