El baile del ahorcado
Cantar a una vaca
Hay un anuncio que es el mejor síntoma de la enfermedad que sufrimos. El ganadero le canta a una vaca una canción de amor al alba en un ambiente que recuerda más a una oficina de Silicon Valley que a un establo. «Nuestra mayor preocupación son las vacas», dice la voz en off mientras el actor termina los últimos compases de la música. Sabemos que la publicidad edulcora la realidad, pero esta en concreto tiene tanto sirope que empacha. La ambientación, la atmósfera, todo demuestra que en esta sociedad infantilizada la escala de valores está herida de hemiplejia. ¿Dónde queda el bienestar del ganadero? ¿Por qué no cuenta el anuncio los problemas a los que se enfrentan estos autónomos para sacar adelante una actividad cada día más precaria? A lo mejor habría que preguntarse por qué a las vacas hay que cantarles nanas mientras los granjeros se levantan con la incertidumbre de si podrán dar de comer a sus hijos. No es una broma. Cada día echan el cierre dos explotaciones lácteas ante la imposibilidad de vivir con la miseria que reciben por cada litro de leche. La burocracia —tanto la española como la europea— ayuda a que el sector se esté convirtiendo en un moribundo. Así se fragua la nueva reconversión.
Hay un intento de hacer morir un modo de vida que molesta al snobismo animalista. La sentencia del TSJ sobre la caza es la última consecuencia de un lobby que amenaza con arrasar miles de puestos de trabajo. Hacen demasiado ruido y saben muy poco acerca de todo esto. Su cultura de la vida rural, de la relación del hombre y el animal en los pueblos, es tan escasa como su capacidad de tolerancia con el resto y su orfandad reflexiva es de tal calibre que son capaces de acabar con las actividades que durante siglos han mantenido el valor ecológico que creen defender.
El ganadero cantando bajo las estrellas es el síntoma de la tormenta perfecta creada por un grupo minoritario que borra, a través del miedo social, cualquier posibilidad de disensión, de crítica, de discurso alternativo. Lo malo es que la consecuencia de esta espiral del silencio aún no la conocemos.