El día del Seminario
E n muchas diócesis del mundo, con motivo de la fiesta de San José se celebra también el día del Seminario. Y con razón, porque la figura de José de Nazaret suscita en nosotros la evocación de aquel hogar en el que Jesús iba creciendo en edad, sabiduría y gracia.
El día 4 de noviembre de 1963, primer año de su pontificado, el papa San Pablo VI celebró en la Basílica Vaticana el IV centenario de la institución de los seminarios por decisión del Concilio de Trento.
Dirigiéndose a los seminaristas llegados de todo el mundo, les decía: «Queremos ver en vosotros a los exponentes más auténticos y generosos de la juventud, de esa juventud que entre las supremas elecciones que ha de hacer en el primer momento de lucidez de la vida y en la primera manifestación del amor genuino ha descubierto la mejor elección, que decide por todas».
Les recordaba que en la vocación al servicio del Evangelio está interesado el drama de la salvación del mundo. Y les dirigía una preciosa bienaventuranza: «Bienaventurados vosotros, que conocéis esta verdad, y de ella tenéis una ardua y humilde experiencia. Bienaventurados, pues conocéis el aspecto que tiene hoy la vocación eclesiástica».
Sin ignorar el panorama de la sociedad del momento, añadía que «la vocación hoy quiere decir renuncia, impopularidad, sacrificio. Supone preferir la vida interior a la exterior, la elección de una perfección austera y constante en comparación con la mediocridad cómoda e insignificante; la capacidad de escuchar las voces angustiosas del mundo, las voces de las almas inocentes, de los que sufren, de los sin paz, sin consuelo, sin guía, sin amor, y a la vez la fuerza de hacer callar las voces lisonjeras y disolutas del placer y del egoísmo; quiere decir comprender la dura, pero estupenda, misión de la Iglesia, hoy como nunca empeñada en enseñar al hombre su verdadero ser, su fin, su suerte y descubrir a las almas fieles las inmensas, las inefables riquezas de la caridad de Cristo».
Como adivinando las mil objeciones que se habrían de levantar muy pronto contra esta vocación, afirmaba Pablo VI: «No es énfasis, queridos hijos; no es retórica, y sobre todo, no es sugestión, ni locura lo que hace hablar así a la Iglesia. Es el conocimiento que tiene la Iglesia de vuestros corazones, de las gracias que el Señor ha derramado en vuestras almas; es la estima que siente por vosotros; es la esperanza que pone en vuestros verdes años y en vuestros sueños generosos».
Bien sabemos que el número de los seminaristas, sus lugares de origen y el estilo de su formación ha cambiado notablemente en estos últimos años. Pero sea como sea, recordamos las palabras del Concilio, que nos exhortaba a considerar el seminario como el corazón de la diócesis y a prestarle con gusto nuestra personal colaboración (OT 5).