Sopló sobre ellos
E n ocasiones, cuando alguien está explicando o realizando algo importante con apatía y flojera, servidor ha pensado por dentro: «¡Qué falta de espíritu!». Y le han entrado ganas de acercarse al sujeto, darle un meneo cariñoso y decirle al oído que haga el favor de poner ganas y vida en lo que dice o hace.
Así de desmadejados y apesadumbrados debían andar los discípulos y amigos de Jesús después del fracaso de la crucifixión y del sepulcro. Se habían disipado las ilusiones, los ahogaba la incertidumbre y el temor los paralizaba. Habían perdido el sentido de los acontecimientos, hecho evocado en la alusión a las «puertas cerradas», y se habían arrugado ante los peligros exteriores, identificados con el «miedo a los judíos». Llegó Jesús y, desde el centro del círculo del amor y la comunión («se puso en medio»), se mostró como Quien vive («les enseñó las manos y el costado»), les regaló la Paz y la Alegría, los envió a continuar su misma misión y les encargó ser agentes de perdón y reconciliación. Les faltaba espíritu y Jesús les insufla su Espíritu («sopló sobre ellos»), que los convierte en unas personas nuevas (Evangelio).
En efecto, hacía falta que Alguien, como viento que sopla fuertemente, los pusiera en marcha y, como llamarada de fuego, los echara a la calle. Así comunicarán un mensaje con hechos y palabras que todo el mundo entenderá a la primera, justo lo contrario de lo ocurrido con la confusión de los idiomas cuando los humanos quisimos construir la torre de Babel (I Lectura). La acción del Espíritu Santo en la Iglesia convencerá a los discípulos de que Jesús es el Señor, les dará afán por trabajar para un fondo común y los capacitará con diversos y complementarios dones (II Lectura).
También hoy necesitamos decir: «Envía tu Espíritu, Señor», que cambie nuestra suerte (Salmo). Es evidente que lo necesita todo el mundo. Y toda la Iglesia. Y, en ellos, de modo especial, los seglares, los laicos. Hoy es su día.